SADE Villa María

09 octubre 2006

Como vos quieras... Andrés - María Digna Vittore

Mención de Honor

Era un barrio humilde, tranquilo, de gente trabajadora; la de ganarse la vida honestamente. Todos los vecinos eran amigos.

Doña Emilia y su esposo vivían en esa especie de "clan"... con sus hijos Lucía y José.

Lucía ... o Lucy, como la llamaban todos, era una niña simpática de exquisita personalidad. Esa esencia innata que siempre llega por la vía milagrosa que llamamos genética.

Los años fueron pasando y Lucy, la adolescente, la más bonita quinceañera de todo el barrio.

Algo poco frecuente sucedió en el lugar. Una familia se mudaba, y quedaba una vivienda desocupada.

A los poco días "vecinos nuevos". El muchacho buen mozo de la familia recién llegada puso sus ojos en Lucy, y comenzó entre ellos un bello y hermoso romance. Era el Amor, que se filtraba en sus vidas jóvenes, tras la emboscada de una aparente amistad.

Lucy y Andrés se amaban y el amor transporta. Alguien dijo que es "la más bella flaqueza de la mente".

Entre sueños y fantasías crearon para ellos solitos un mundo pequeño, al que le sumaron un cielo grandote. A ella, nunca le habían dicho que sus ojos, eran claros y transparentes como agua de manantial y además, poseían la dimensión del horizonte. En una mirada suya, cabía para Andrés, el panorama de la vida entera... los hijos... la familia... todo su futuro.

Se casaron en una noche espléndida, al comienzo de la primavera. ¡El acontecimiento del barrio!.

La noche de bodas, la luna de miel, Lucy siempre ¡la número uno!. Como esposa también lo fue. Ama de casa perfecta, madre ejemplar. Mujer en plenitud. ¡Lo amaba tanto!...

El también la amaba pero... quizás, de una manera diferente. (¿Es que existen diferentes

maneras de amar?).

Esa mujercita casi perfecta proyectaba una sombra larga cubriendo todas las expectativas del hombre a quien amaba. Eran, sin duda alguna, muy felices. Ante cualquier proyecto, ella siempre repetía: "- Como vos quieras, Andrés - ".

No era quizás... reciprocidad; pero ella siempre lo complacía; se comprendían, lo amaba de verdad.

Andrés, poco a poco fue cambiando. Ese ambiente donde por todos los rincones vibraba el amor, comenzó a transformarse para él, en la más cómoda manera de vivir. Se sentía un rey.

Sus deportes favoritos. Sus "hobbys" y gustos personales, avalados por el consentimiento de ella... "Andrés se lo merece"... fueron acostumbrándolo a sentirse el amo, el dueño... el Señor.

Llegaron los hijos. Lucy los cuidó, los amó, los educó. - No molesten a papá; el trabaja.

Necesita descansar -.

Siempre limando asperezas, allanando caminos; todos sus desvelos fueron adquiriendo para Andrés, algo así como "obligación" de una esposa para con su marido.

Pasó el tiempo; y como las historias se repiten, sus hijos también se enamoraron, se casaron y se fueron.

Honda emoción la embargó en esas ceremonias. Pero bien grabadas tenía en su mente, las palabras de Gibrán: ¡Las había leído tantas veces!: "Tus hijos no son tus hijos. Son los hijos y las hijas de las ansias de vida, que siente la misma vida. Vienen a través de nosotros, pero no os pertenecen". Sabias palabras... pero ¡el nido vacío!.

Mas en su emoción Lucy albergaba una última y hermosa esperanza. Quizás ahora, estando solos otra vez... cual Ave Fénix, renacería para ellos nuevamente el amor. Más mimos para Andrés, más atenciones, más afecto... y menos respuestas.

Ana la madre de Andrés, ya viejecita y sola, un día enfermó. Sus otros hijos, lo mismo que él, hacían "su" vida. Sin consultarlo siquiera, la llevó a la casa. Lucy la cuidaría con esmero. ¡Era tan competente y abnegada!...

Como único premio tenía su reconocimiento. Y comenzó para ella la ardua tarea. Sin embargo... algo no se tuvo en cuenta. Después de un tiempo, sus fuerzas comenzaron a flaquea. Pero ella no podía, ¡no debía!, mostrar su desaliento. Siempre diligente, luchadora, sumisa. Ante cualquier propuesta, sonriendo contestaba: "-Como vos quieras, Andrés - "

Los médicos, los remedios, los análisis, la silla de ruedas, la cama ortopédica... ¡todo!.

¡Ah!... ya va a llegar Andrés; tengo que preparar el baño, la ropa limpia... los matecitos...

¡Ay! es que estoy muy cansada, no puedo ya. Pero si. Tengo que poder, era un pacto de por vida, con ella misma.

Como una calesita destartalada y loca, sus pensamientos comenzaron a girar en un descontrol lento, pero fatal. -¿Cómo es esto?¿No te acordaste de ...? No. Perdón no me acordé-.

¡No puede ser...! ¡Nunca fue así! Reclamos, exigencias, demandas, reproches. Cuervos volando sobre su cabeza, en un cielo cada vez más sombrío.

No podía ya acordarse de nada. ¡No tenía "NADA"...!. Solo su nombre de pila continuaba siendo suyo; aunque ella ya no lo recordara.

Una mañana primaveral y hermosa, como el día en que se conocieron, llegó Andrés a su casa en una ambulancia. Lo acompañaba una enfermera. Bajaron. - ¿Es ... la nonita... no? - No – es ella; está loca.

Un batoncito desteñido, fue todo su atuendo. Total ella no sabe nada y en el internado todo es igual.

Mujeres hechas guiñapos, la saludaron con una risa tonta... -¿Cómo te llamás? Sí, vos que sos la nueva... ¿cómo te llamás?

En actitud pensativa, entornó los ojos pensando pero no pudo acordarse.

¿Cómo era? Me llamo ... me llamo; repitió mientras lo seguía a Andrés con la mirada, viendo que se alejaba de prisa como liberándose de un estorbo.

¡Ah!... sí ... me llamo.. y entre sollozos que fueron la despedida balbució... - "Como vos quieras, Andrés"-.

 

María Digna Vittore, San Francisco - Córdoba

La aparición - Juan Carlos Piralli

Mención de Honor

... “Yo volvía de arrear una tropa del “Rincón de López” y al pasar por una pequeña isla a la vera del río Salado, una espantada de mi moro me anunció la aparición...” Así relatada asombrado y convencido de lo que había visto el resero Lisandro en la matera de la estancia “La Postrera”, en el partido de Castelli, mientras mateaba con otros paisanos en espera de la hora de la cena.

¿De qué se trataba esa aparición? ¿Era una visión imaginaria del resero?

Uno de los hombres que integraba la reunión, llamado don Julián, a quien el tiempo le había trazado en su rostro cobrizo el paso de los años, se refirió al motivo de ese fenómeno relatado por Lisandro. Ese misterio encerraba una triste historia de pasión y muerte, que había ocurrido en ese lugar a fines del siglo XIX y que él la había escuchado de boca de su abuelo.

En esa época, -aseguraba el viejo- vivía en la costa del Salado, un rico9 hacendado, reconocido por su generosidad y su espíritu solidario, de descendencia uruguaya, pues su padre había emigrado de la Banda Oriental hacía varios años por cuestiones políticas en aquel país. Aquí contrajo matrimonio con una distinguida dama de la sociedad rural y de esa unión, nació Ramón, el único hijo, quien al fallecer sus padres heredó todos sus bienes, estableciéndose en el campo con su esposa, y no obstante poseer una gran fortuna, no tuvieron la gloria de concebir un hijo de ambos.

Un día, al volver ambos del pueblo y detener el carruaje frente a la tranquera, una sorpresa los aguardaba: en una cesta se encontraba una pequeña niña lujosamente vestida junto a un brillante cofre vacío. Ante ese inesperado encuentro, no dudaron en recoger la criatura abandonada, para darle cálido amparo y preferente atención, encariñándose con el paso de los días y criándola como si se tratara de una hija propia, bautizándola con el nombre de Fátima, en homenaje a la virgen de la cual eran devotos, además, su imagen estaba colocada en el pequeño oratorio levantado en la estancia.

Cada vez que se cumplían años de la llegada de ese ser al hogar, colocaban en el cofre que la acompañaba desde ese día, una joya de elevado valor, como una forma de garantizar el futuro de la niña.

Fátima fue creciendo sana y poseedora de una inigualable belleza, y su presencia despertaba admiración en los jóvenes que la conocían.

En una estancia vecina, vivía una poderosa familia y de muy buena reputación, que mantenía estrecha relación con don Ramón y los suyos, pero uno de los hijos del vecino, llamado Flavio, había tomado un rumbo equivocado y había estado involucrado en varios ilícitos con procesos judiciales. Ese joven era una pesada carga que debía soportar su distinguida familia.

Al cumplirse 18 años de la llegada de Fátima, sus padres adoptivos decidieron realizar una fiesta en su homenaje en la misma estancia. En esa ocasión, llegó Flavio, ante la sorpresa de los presentes, que conocían su condición de prófugo de la justicia. Al ver a Fátima, quedó fascinado por su belleza, pero con pocas esperanzas de ser correspondido debido a su situación reñida con la ética. Sabía que sería difícil obtener su mano. Para peor de sus ambiciones, ese día, la joven había quedado comprometida con un apuesto caballero de la ciudad. Pero no obstante todas las contradicciones, Flavio no se resignaba a renunciar a su objetivo de lograr el amor de esa bella mujer. Cada vez más apasionado, vivía rondando todos los movimientos de la joven, ocultándose entre los árboles y las sombras nocturnas.

Una tarde de verano, en la que el sol clavaba sus calientes rayos sobre la tierra, Fátima decidió ir a caminar a la vera del Salado como lo hacía habitualmente, allí, en lugar que el río forma una pequeña barranca cubierta por viejos talas, donde disfrutaba del campesino paisaje y llenaba sus oídos con los alegres trinos de los pájaros del monte. En sus manos llevaba el cofre que le pertenecía desde su llegada al mundo. Para ese paseo era acompañada y custodiada por un empleado del establecimiento, un mulato de cándida apariencia, llamado Manuel, que gozaba de la mayor confianza de su patrón.

La joven, mientras caminaba se acercó demasiado al río, atraída por los peces que podían verse en las cristalinas aguas, sufrió un tropiezo y cayó al cauce. Desde la margen opuesta, Flavio, que estaba observando con atención sus movimientos, no dudó en arrojarse para salvar la vida de la mujer que amaba, pero ésta, desesperada por el difícil trance, se abrazó a quien fue a rescatarla y ambos perecieron ahogados. Ante ese trágico cuadro, el mulato optó por huir, temeroso de ser declarado culpable de ese episodio.

A orillas del río había quedado un pañuelo que usaba Fátima. Único indicio de su desgraciada desaparición. Luego de varias horas de rastreo, fueron rescatados del fondo del río los cuerpos sin vida de los infortunados, pero el cofre que contenía las joyas nunca pudo ser encontrado.

El motivo de ese drama resultó un enigma. Creyéndose en principio, en la hipótesis que Flavio, al no poder lograr su objetivo, había empujado a la joven y se había suicidado arrojándose al agua. Pero al cabo de dos años del hecho, apareció en la estancia el mulato Manuel, quien declaró la realidad de los que había acontecido en aquella ocasión, y que había guardado silencio por temor a ser declarado culpable. Su argumento fue tenido en cuenta y de esa forma fue esclarecida la tragedia del río Salado.

En ese lugar del río se rastreó en varias ocasiones para tratar de hallar el cofre dorado, pero no se logró ese cometido. Según cuentan vecinos que suelen pasar en noches en las que la luna ya se ha puesto y han desaparecido sus últimos reflejos sobre la tierra, una explosión de luz surge desde el río y deja iluminado el lugar donde ocurrió el desgraciado suceso, pudiéndose observar con claridad, la aparición de la imagen de una joven y bella mujer que camina lentamente y lleva en sus manos un cofre dorado, hasta desaparecer con los fugaces rayos luminosos en la densa oscuridad.

 

Juan Carlos Piralli, Dolores - Buenos Aires

Malentendidos - Pablo Javier Canavelli

Mención de Honor

A veces las cosas se nos presentan forma tan confusa que tomamos arena por sal. Dicho de otro modo: la realidad muy pocas veces se condice con lo que nosotros estamos convencidos de ver en ella. Lo lamentable es que nos vamos dando cuenta de esto con el transcurrir de los años y de las desilusiones. A algunos les lleva toda la vida.

Cuando Pedro se sentó al borde de la cama, sabía que el golpe había sido certero y fatal. Las veinte cuadras que lo trajeron desde el colegio hasta su casa fueron una letanía de confesiones íntimas y sinceras.

Si Estefanía había decidido terminar con el año y medio de noviazgo a pesar del amor que mutuamente se profesaban, Pedro estaba convencido de que tenía que ser por algún error cometido por él. Sus diecisiete años le daban la convicción de una “vasta experiencia”. Ante la contundencia de los dieciséis años de Estefanía poco pudieron intermediar las lágrimas que brotaban de los desesperados ojos de Pedro. Vanos fueron los pedidos de reconsideración. La inflexible decisión ya estaba tomada, y ella la había sostenido a rajatabla.

Con la mirada gacha, Pedro entró por el pasillo de la casa y se metió en el último de los cuartos. Dejó los útiles de la escuela sobre el sillón donde descansaba la ropa sucia. Se sentó en el borde de su cama, hoja en mano y escribió la carta. Se desvistió y se metió bajo la ducha (quería estar bien limpio). Desnudo como salió del baño tomó la cuerda de saltar, se subió a la mesa de la computadora, la ató a una de las aspas del ventilador de techo, hizo el nudo, lo ajustó precisamente en su garganta y con la mirada fija en una esquina del techo de su cuarto, se ahorcó.

La madre de Estefanía no podía creer lo que le estaban diciendo del otro lado del tubo. No había notado nada raro en las actitudes de su hija esa tarde, y no recordaba ningún comentario que lo involucrara a Pedro. Cortó la comunicación y lo único a lo que atinó su mente fue a buscar la forma de trasmitirle la noticia para que la afectara lo menos posible. No estaba segura de poder amortiguar el golpe lo necesario.

Cuando estaba por tocar a la puerta del dormitorio se percató de que Estefanía estaba hablando por teléfono. Se quedó escuchando, juntando valor y a la espera de un momento más propicio para comunicarle el suicidio de su novio.

“Pero sí nena, quedate tranquila, esta noche lo llamo y le digo que todo fue una broma, que sólo quería darle un susto... No nena, ni se lo imagina, le hubieras visto la cara al pobrecito... Mañana te llamo y te cuento.”

En el colegio decretaron asueto por un día. Estefanía no se enteró. En el psiquiátrico nunca le dejan leer los diarios ni mirar las noticias. Además, nadie le dijo todavía por qué su madre, desquiciada, delante de ella, se pegó un tiro en la sien.

 

Pablo Javier Canavelli, Paraná -  Entre Ríos

El salto - Mariela Alejandra Gómez

Mención de Honor

La ciudad iluminada resplandece como un espejismo en las pupilas de la noche.

La madrugada inminente apagará con rocío, las llagas de fuego que enero ha grabado sobre la urbe meridional.

Camina. Las calles se han poblado de moradores oscuros.

Un narco ofrece su mercancía oculto en el pasaje umbroso, ese que suele llenarse de alborotados adolescentes y que, curiosamente, jamás visita la policía.

De un extravagante automóvil desciende un grupo de niñas prostitutas. Trabajan al final de la peatonal, extraña paradoja, justo frente a la mejor juguetería de la metrópoli.

Un ejército de mendigos y cartoneros comienza su ronda. La legión se sustenta con desperdicio ajeno.

En el viejo banco de la plazoleta, ese hueco olvidado de la urbanización moderna, un chiquillo sucio y harapiento se quedó dormido. Ha dejado su sueño a merced de los depravados.

Aquí y allá, mutilados, traficantes, andrajosos, drogadictos, marginados, abusadores, desamparados, rateros... paria. La hueste de Hades se multiplica al amparo de las sombras.

Camina. Cerbero la vigila celosamente.

En un año ella ha aprendido a recorre con ojos secos las orillas del horror.

La espera en el vestíbulo del edificio. Por enésima vez contempla su reloj. Tiene la impaciencia del verdugo.

¾ Ya llegará. – Repite. Recuerda cuando la conoció: veintiuno de septiembre del ’89... Una fiesta en la estancia de amigos en común. Tenía diecisiete años. Casi un ángel. Los presentaron. Todo se había desenvuelto muy fácilmente. La buscaba. Generaba coincidencias. Se preocupaba por conocer sus gustos y satisfacerlos. Él era experto en “decir” lo que ella quería “escuchar”. Con paciencia fue tejiendo redes. Logró aislarla.

Sutil y afanosamente llegó a convertirse en su cosmografía. Después, tiempo después, también fue su pesadilla.

La vio llegar. Cruzaba la calle con pasos lentos. Parecía levitar sobre el vaho del asfalto.

É abrió la pesada puerta de cristal y ella ingresó sin mirarlo, hundiendo los tacos de sus sandalias en la mullida alfombra del lobby. La tomó con fiereza del antebrazo y la arrastró hasta el ascensor. Con su mano libre digitó el piso de destino mientras sus otros dedos seguían atormentando la carne blanda. Ella necesitaba saber que los descuidos se pagan.

La observó. Su alma era invulnerable. Sufría las flagelaciones con estoicismo. El dolor y la humillación no pudieron mancillar su nobleza. No supo imponerle odio a su voluntad.

Él debió amarla... Pero llegó tarde... muy tarde... como ahora... la castigaría.

Ya estaban en la terraza. Buscó su mirada y la encontró, parda mansedumbre donde le gustaba espejarse. Un deseo voraz incendió su cuerpo. El instinto primitivo de las fieras.

¾ No voy a llorar – pensó ella, y la luna reía despiadada sobre el lomo de una nube gris.

¾

Cerró los ojos. Conocía la secuencia.

Seguramente le arrancaría el vestido e incineraría la piel desnuda con caricias impúdicas. (Como aquella primera vez, cuando presa del pánico opuso resistencia y la doblegó con un golpe en el abdomen desprevenido). Luego, susurrando letanías flasfemas, reduciría al cordero para el sacrificio letal. Un sucio animal atacaría su cuerpo con violencia, introduciendo las aterradoras fauces para saciar con sus vísceras el apetito atroz. La cruel alimaña satisfecha llamaría al resto de la jauría y aplacarían su lujuria con los despojos de su ser, en una orgía interminable. Sólo entonces partirían dejándola herida de muerte y la repugnante certeza de un próximo encuentro. Y ella no podría hacer nada para evitarlo. Los espíritus del Hades aprenden rápido a ocultar su origen subterráneo. Ninguna de sus víctimas se sometería a un peritaje forense, un ultraje similar al padecido pero judicialmente acordado.

Papá y mamá comenzaban a sospechar. Pero preferían ignorar la verdad. La vejez los había situado en algún lugar remoto. Debía velar por ellos. Recompensar su abnegación.

Abrió los párpados dolorosamente, agotada por el esfuerzo de contener las lágrimas.

Cerbero vigilaba regocijándose en el tormento.

La ropa formaba un charco bajo sus pies. El verdugo la palpaba ansioso. Desprendiéndose le sonrió. Caminó hasta la cornisa. Él la miró sorprendido. Expectante.

¾ Será agradable una variante en el rito – murmuró, convencido de su rol ejecutor.

Lo instaba a unírsele en forma sugestiva. Urgido por el deseo, corrió a su encuentro y, con un impulso apenas controlado, subió al borde de la edificación. Justo en ese instante ella descendió revelando la grieta en la moldura. (La había descubierto la semana anterior, mientras vaciaba su estómago agitado por las náuseas, después que la obligara a beber del cáliz de su virilidad).

La estrecha faja de cemento no aguantó el peso superior del hombre. Un ruido sordo anunció el desenlace.

En la milésima fracción anterior a la caída, sus miradas se cruzaron. Sonrieron.

Un salto. Sólo eso.

Se vistió sin prisa. Con la misma calma abandonó el edificio, mientras un grupo de gente se amontonaba en la vereda y se oía cada vez más fuerte el ulular de la sirena.

Camina. Cerbero parte derrotado. La luna menguante lo escolta al entierro.

En el viejo banco de la plazoleta, ese hueco olvidado de la urbanización moderna, un chiquillo sucio y harapiento se despierta. Ha conseguido salvar su inocencia una noche más.

El sol nace gigante en el oriente ribereño. Ella sigue el sendero de su resplandor. Las heridas que tiene cicatrizarán con luz.

En el periódico, letras renegridas proclaman un titular:

OTRA VÍCTIMA MÁS DE LA CRISIS SOCIAL:

JOVEN SE SUICIDA SALTANDO AL VACÍO DESDE UNA CORNISA

 

Mariela Alejandra Gómez, San Francisco -  Córdoba

No me busquen, no estoy - Rubén Vigo

Mención de Honor del Concurso Primo Beletti 2006

El tiempo se había esfumado, lo de su hija fue un abandono mucho antes de lo imaginado y esa mañana presintió algo, y ese algo llegó por debajo de la puerta como un dardo blanco, el sobre se deslizó haciendo dibujos sobre el piso antes de quedar frente a sus pies, el remitente mostraba una dirección de Argentina y en la estampilla la imagen de San Martín confirmaba. Lo observó sin gestos, como la llegada de alguien desconocido. Habían transcurrido veinte inviernos desde aquella huida, su hija Ana tenía por aquellos tiempos cuatro años. Recordó su imagen durmiendo, el beso que le dio en la frente sin valentía, despidiéndose. Jamás hubiera resistido sus ojitos adheridos al recuerdo, sólo así, en ese engaño de saludo inconcluso pudo emprender el abandono.

Con Clara tuvieron una sola hija y no quisieron incursionar en mayores desatinos, sabían desde el primer día que el fracaso era el objetivo de ambos. Unirse para derrotar a la soledad no era confiable y el principio de todo iba a ser un fin imposible, la felicidad.

Anita había vivido esos cuatro años entre los gritos, el desconsuelo y las dudas. Si hay algo que nunca había entendido es porque no la querían, dónde podía amarrar sus caricias y sus besos sino era en esos puertos paternos que se desplazaban en un laberinto oscuro.

Por aquellos días Carlos quería derrotar al dolor, a su dolor, así fue que el alcohol terminó siendo una necesidad diaria, una irritación con horizontes de golpes. Pero antes que sucediera lo peor había que tomar una decisión y por eso se fue, se alejó para siempre.

Ahora la carta estaba allí, justo frente a sus pies, demoledora, trayendo alguna noticia. Inmediatamente recordó la muerte de Clara ya hacía cinco años, Clara, su ex mujer, cuando se enteró estaba hojeando un diario Los Andes que trajo un mendocino que andaba de viaje, las necrológicas siempre se encargan de colocar las realidades en su justo lugar, al leerlas ya nadie puede excusarse de no saber, elocuente y escueta decía:

– Agradece su hija Ana los saludos de..., nunca supo el motivo de la muerte de Clara, tampoco le causó dolor. Sólo permanecía un recuerdo de ella en el tiempo y la distancia, como un comentario sobre alguien que alguna vez conoció.

Se agachó y tomó la carta, la sentía helada, venía plagada del Invierno madrileño, sus manos le temblaban y sudó nervioso. Se aproximó a la luz de la repisa y con el cuchillo de cocina la abrió con sumo cuidado, como si fuera a herir a Anita por error. Imaginó al abrirlo que un aroma de azares ocuparía el pequeño departamento y expulsaría el humo y las bocinas de la ciudad. Enseguida reconoció la letra que tenía un asombroso parecido a la suya, la sintió más cerca, sabía que la podía reconocer de cualquier forma, por su voz, por su mirada, por su respiración. En tantos años nunca quiso comunicarle donde estaba, nunca pidió su foto, su sensación de huida era completa y así quiso que se mantuviera, inalterable. Ahora el sobre estaba allí, quería huir de las líneas escritas por ella, de la tinta y las huellas que dejaron sus manos desde otro punto del planeta. Anita había conseguido su dirección por Gustavo, el único amigo que aún tenía desde aquellos años en Argentina, con él se carteaba alguna que otra vez. Ahora su cueva en el universo había sido violada, ya no podía detener el reencuentro. La carta terminaba – te quiero, necesito verte, necesitamos verte –. La carta le avisaba que había tenido una hija, sí, ahora tenía una nieta que respiraba en este mundo, en el mismo de él y querían venir las dos a Madrid, querían conocerlo, abrazarlo, besarlo. Tenían como objetivo recuperar el tiempo perdido, pero el tiempo había pasado y los años no valían para él, su soledad era elegida y quedaba grabado en su recuerdo ese último beso que le dio en la frente aquella noche, necesitaba mantenerlo así, como algo definitivo. Se aproximó al ventanal, la ciudad parpadeaba de luces, miró más allá de los edificios y cruzó el océano con pensamientos, imaginó a su nieta, sintió cerca a Anita, estaba a un paso del beso y de oprimirla contra el pecho, luego, la noche lo vio volar sobre Madrid repleto de papeles, sin esperanza, huyendo definitivamente, como siempre quiso.

 

 

Rubén Vigo, Mendoza

Sueños paralelos - Ana María Serra

Mención de Honor del Concurso Primo Beletti 2006

Al llegar a su casa, una encantadora residencia ubicada en uno de los barrios privados más codiciados de la zona, Gonzalo Urrutia emitió un suspiro de alivio. La jornada había sido realmente agotadora, y para colmo, la operación internacional no había podido resolverse por un problema contable. Pensó con cierta lástima en Pedro Miranda, el fiel empleado de la compañía, sumergido bajo una pila de papeles, tratando de resolver el dilema. ¿Lo lograría o se quedaría dormido sobre el escritorio, agobiado por tantos números y artilugios legales? Seguramente solucionaría todo, aunque tuviese que quedarse hasta las tres de la mañana, porque la meta de este empleado era el inminente ascenso, que por otro lado, Gonzalo estaba dispuesto a firmar sin chistar. Pobre tipo, se lo merece.

Se sentó casi despatarrado en su sillón favorito, después de haberse preparado un trago y encendido el equipo de música. Escuchó distraídamente los mensajes grabados en su teléfono: dos eran de Janette, que le comentaba su aburrimiento en Miami. Se quejaba de que él, siempre ocupado en negocios, no la hubiera acompañado. Aunque por otro lado, ella también había cerrado ciertos tratos comerciales bastante ventajosos, y, por supuesto, comprado cuanto perfume y ropa se presentaba ante su mirada de mujer banal y codiciosa, pero siempre seductora. Se dejó ganar por el ambiente de la sala, acogedor y calculadamente despojado, con muebles que escondían su lujo bajo diseños austeros. Cerró los ojos y la melodía suave lo invadió por completo, hasta que llegó el sueño.

Iba en su automóvil importado y conducía lo más velozmente posible, ya que sabía que se le hacía tarde y en la empresa lo esperaba una importante reunión. Contrariado, vio que a unos trescientos metros el tránsito se agolpaba y no permitía que pudiera adelantarse. Lo que me faltaba, un embotellamiento, pensó casi con angustia. Miró hacia una de las calles laterales, y vio cómo algunos automovilistas se desviaban por allí. Decidió seguir el ejemplo, y giró a la izquierda, tomando el atajo. Miró por el espejo retrovisor y vio a Pedro Miranda, que estaba detenido en pleno atascamiento y trataba de hacer arrancar su pequeño coche. Pobre muchacho, encima se le descompone el auto. Tal vez con el aumento del ascenso pueda mejorar y cambiarlo.

Mientras manejaba por la calle lateral, notó extrañado que no eran los comercios y edificios que él recordara existían allí. Antes de que pudiera reaccionar, sintió que su automóvil comenzaba a dar vueltas y más vueltas, introduciéndose en un remolino que lo atraía hacia un centro profundo y negro...

Pedro se esmeraba en que los números cerraran a la perfección, y con emoción vio que lo iba logrando; pero su cansancio pudo más, y quedó adormecido sobre el escritorio.

La mañana era hermosa, y él se dirigía hacia su trabajo como todos los días. El tránsito comenzó a volverse más denso a cada minuto, y Pedro se contrarió al notar que su pequeño automóvil había comenzado a fallar. Encima, esto. Quedarme atascado y con el auto roto. Por suerte, pudo solucionarlo a tiempo, y para ganar los minutos perdidos, decidió tomar por una calle lateral para poder llegar a horario. Mientras iba por allí, sintió un leve mareo: su vehículo comenzaba a girar como una especie de trompo dirigido por una mano poderosa e invisible; ya no pudo pensar más, una fuerza sobrenatural lo atraía hacia el centro de la tierra.

Despertó sobresaltado: ¿es que se había quedado dormido? Asombrado, se vio en la puerta misma del edificio de la empresa. Cuando bajó del automóvil, notó que no era su pequeño modelo viejo; era exacto al auto de Gonzalo Urrutia, su jefe. Se miró en el espejo de la entrada y se vio distinto, mucho mejor arreglado. Tomó el ascensor, y cuando estaba llegando al piso, el celular sonó: una voz de mujer que parecía acariciarlo con su tono amoroso, le anunciaba que había decidido partir esa misma noche de Miami y que llegaría en el primer vuelo de la mañana siguiente. No tuvo ni ocasión de responderle, ya que ella cortó la comunicación no sin antes decirle que lo amaba. Estaba entrando a la oficina, cuando la secretaria de Urrutia le dijo que el directorio en pleno lo estaba esperando en el salón de convenciones.

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Gonzalo despertó bruscamente. Se sentía algo mareado. Se vio frente a una casa modesta, en un barrio suburbano. Bajó del auto, y cuando fue a cerrarlo, comprobó alarmado que parecía haberse transformado en el viejo y pequeño coche de Pedro. Todavía confundido, entró a la casa. Una mujer joven, con un bebé en brazos, lo recibió con un beso:

- Querido, ¿conseguiste al fin el ascenso que esperabas?

 

 

Ana María Serra, Mar de Ajó - Buenos Aires

La buscapanzas - Norma Varela de Pfeiffer

Recomendación Especial del jurado del Concurso Primo Beletti 2006

 

Cuando la Fanny apareció por la villa aquella siesta de verano, todos sabían a qué venía.

Era una buscapanzas.

Rubia teñida, ordinaria y gorda, tenía los labios pintados de rojo vivo y los gruesos dedos llenos de anillos baratos. Con una falsa sonrisa de simpatía en su rostro, oteaba disimuladamente el caserío en busca de presas.

Caminaba lenta, resoplando y secándose el sudor, mientras esquivaba los hilos de agua maloliente que corrían por los accidentados senderos de tierra roja que cruzaban el barrio.

Polvo y calor. Infernal tarde misionera.

Las casillas de madera colgaban en el pedregal agarradas apenas por unos tacos de troncos gruesos. Debajo del piso de tablas, perros, gallinas, cachivaches de todo tipo y, a veces, con suerte, hasta un lechoncito “para las Navidades, ¡vio?”. Arriba: la sala; pomposa denominación para una pieza única donde se vivía, se cocinaba y se dormía.

Un par de ventanas cuadradas, agujeros sin marcos ni vidrios, dejaban entrar la luz cuando se abrían, levantando una simple tapa, y se evitaba la lluvia y el frío, cerrándola. Era entonces cuando flotaba en el aire el humo de la cocina a leña y se metía en las ropas, en los cuadernos, en los cuerpos y todo quedaba impregnado por ese olor característico: olor a rancho.

La pobreza tiene un olor tan penetrante que se detecta desde muy lejos y eso, justamente, era lo que buscaba la Fanny.

En el boliche en el que entró, haciéndose la desentendida, a comprar un paquete de cigarrillos, se enteró que la Cintia, la hija menor de la Teresa, concubinada con el Ramón, el ex de la Mirta, que no trabajaba y que le pegaba a su mujer cuando se empedaba y que, según decía la gente, vaya uno a saber si era cierto, que había intentado abusar de la chica y que por eso la Teresa lo denunció y estuvo preso; pero después lo perdonó y volvió. Bueno, que la Cintia estaba quedando muy gorda y parecía que estaba embarazada, vaya uno a saber de quién... Averiguó que esta familia vivía cerca del arroyo, pegados a los Ramírez, frente a la canchita de fútbol, justo antes de llegar al montecito.

Hacia allí fue la Fanny con los tacos finos de sus zapatos florecidos como margaritas de hule. Transpiraba a mares y maldecía las dificultades de su trabajo.

Por fin llegó. Golpeó las manos y al ratito salió la Teresa con un mate en la mano, enderezando su cadera, ancha de silla y grasa.

_ ¿Qué anda necesitando? _ preguntó desconfiada.

_ Hola, querida _ contestó la Fanny, zalamera. _ Me dijeron que vos tenés un problemita y yo te estoy trayendo la solución. Es sobre tu hija Cintia.

Y así comenzó un largo monólogo en el que la Fanny compadeció las penas que debían pasar los padres por culpa de los embarazos de sus hijas, guainas malcriadas. Una que tanto las cuida y te vienen con esas cosas, un gurí, una boca más, con lo difícil que es llevar algo a la olla, y los gastos, y ella es una nena, si apenas tiene catorce, y tu pareja qué va a decir, y yo podría conseguir una buena familia para el bebé, rica, tendría un buen futuro, sería una solución para todos... Y le ofreció unas bolsas de comida y una heladera casi nueva y una chimenea para la cocina, porque la que tenía casi se caía de picada, y todo lo que Cintia necesitara mientras estuviera embarazada, y después nosotros nos llevamos al bebé cuando nazca, y vos no tenés más ningún problema, y...

_ Y bueno... _ dijo Teresa _ también me podrían dar unos pesos porque tenemos tantas cuentas... _ Y así quedó cerrado el acuerdo.

A Cintia nadie le dijo nada. Veía, primero con asombro, luego con desconfianza, cómo la gorda de la boca roja venía cada tanto a la casa con bolsas llenas de provista y cómo la miraba por el rabillo del ojo mientras hablaba con su madre. Pescaba algunas palabras sueltas... bebé... cuánto falta... plata... y sentía frío aunque era pleno verano. Entonces apretaba fuerte los brazos contra la panza y le hablaba bajito a su hijo que crecía día a día y que ya había empezado a patear.

Nueve meses. Hospital.

_ Es un varón, chiquito. La mamita está bien ¡qué guapa!

Se le prendió a la teta apenas nació. Teresa se mostraba indiferente.

_ Vamos a casa.

A los pocos día apareció la Fanny. Sonrisas, comentarios, preguntas:

_ Y, ¿el bebé?

_ Cintia, vení para acá.

Silencio absoluto.

La buscaron por todas partes. Notaron que faltaba el bolso con las cosas del bebé y algunas ropas de Cintia. Teresa sospechó lo peor. Los vecinos no han visto nada, cerrados en un extraño mutismo cómplice.

La cara de la Fanny era un tizón encendido de rabia.

_ Vos sabías todo. Seguro que la ayudaste a escapar. Me las vas a pagar. Ya vas a ver.

Días después, por razones aún no esclarecidas, la casilla de Teresa se incendió totalmente y no quedó nada en pie.

Dicen que, justo esa tardecita, habían visto al Turco y al Ñato rondando por el barrio. Malos tipos. Cada vez que aparecían, seguro que ocurría alguna desgracia. Dicen que son los encargados de cobrar cuentas pendientes... Dicen tantas cosas... Vaya uno a saber...

 

 

Norma Varela de Pfeiffer, Leandro N. Alem – Misiones

El beso de barro

Las primeras gotas pusieron pecosa la vereda de lajas que bordeaba el colegio. Luego la lluvia la pintó como con barniz y, con el brillo, salieron a relucir los tonos rosa y anaranjados de las piedras planas.

Gregorio nunca caminaba por ahí cuando estaba solo, porque decía que le traía mala suerte. El pueblo tenía varias de esas veredas en las que él creía que influían directa y negativamente en su destino, y que debía esquivar para no caer en la desgracia. No obstante, la lluvia caía con un ángulo benéfico en aquella acera y, por una cuadra, hizo caso omiso a sus supersticiones.

Llegando a la esquina comenzó a correr, pues ya se veía ensopado por efecto del agua que caía cada vez más abundante. Dobló a la carrera para ir rumbo al café de Don Mateo a jugar al billar con sus amigos, como todos los domingos, pero se topó con Paula Carmina Monteverde: la chica con la que todos los muchachos de Santa María de Las Selvas, querían encontrarse en una esquina lluviosa y solitaria. Lamentablemente para Gregorio, su vereda nefasta le asestaba un golpe malo. Debido a la velocidad que traía en su corrida, sin quererlo, pero tampoco pudiéndolo evitar, dio un empellón a la muchacha, haciendo que ella cayera de espalda en medio de la zanja que corría a los fondos de la escuela.

Algunos en el poblado le decían el arroyo, y hasta había quienes aseguraban que se llamaba Arroyo Santa María; pero eso no respondía a otra cosa que a la equivocada razón de creer que era una deshonra vivir en un pueblo sin río. Todos consideraban, erróneamente, que un curso de agua le daba mayor jerarquía a la localidad y, por consiguiente, un signo de distinción con respecto a los habitantes de Pozo Seco del Arenal, que era la aldea vecina y rival. Pero lo cierto es que no era otra cosa más que una zanja, en la que se vertían los sueros pestilentes de dos fábricas de quesos, y que las frecuentes lluvias de la estación de Verano hacían crecer su caudal, para arrastrar la podredumbre y verter sus aguas en los bañados que circundaban la Laguna del Bagre Negro.

La cuestión es que tras el impacto, Paula Carmina perdió el equilibrio al querer dar un paso atrás, y pese a que intentó asirse de las ramas de un sauce que lloraba a moco tendido del otro lado de la zanja, no fue suficiente. Con su diminuto paragüitas describió uno o dos círculos en el aire, para restablecer la estabilidad perdida, pero aún así no pudo evitar la caída y, olvidando los años de buena educación que imprimieron en ella las monjas del convento, ni bien hizo contacto con el agua podrida, gritó:

__ ¡La puta madre! ¡Arroyo de mierda!

Fue tal el envión que llevaba al caer, que sus piernas se despegaron del suelo y uno de los zapatitos de charol salió volando para ir a parar a las manos de Gregorio, que miraba absorto la escena que nunca nadie quiso protagonizar.

La hija única del Doctor Estanislao Monteverde era, con toda seguridad, la chica más linda del pueblo, aunque también, en franca contraposición, la más antipática. Todas las jovencitas envidiaban su belleza cautivadora, con la que a todos los muchachos dejaba embobados con sólo pasarles al frente. Sin embargo, su mal carácter y sus caprichos y berrinches, provocaban cierta tranquilidad en las conciencias de las mujercitas que rivalizaban por los ojos de cualquier mozo de Santa María de Las Selvas.

Gregorio Juan Galeoni, en cambio, no era ni muy apuesto, ni muy atlético, ni muy de nada, aunque todas las niñas habían confesado alguna vez que su mirada tenía un toque especial. Si bien era un muchacho alegre, sus pupilas destilaban un no sé qué lleno de tristeza; y eso, al parecer, lo convertía en un joven con cierto atractivo. Claro está que también, todas coincidían en que era algo tímido para con ellas y se mostraba un tanto esquivo ante la posibilidad de llegar a algún roce con el sexo opuesto.

El muchacho, incómodo a más no poder por la situación y visiblemente ruborizado, intentó ayudar a la chica a salir del barrial. Con la mejor buena voluntad, se afirmó en la orilla y se estiró hasta tomar de las manos a Paula Carmina que continuaba sentada en la zanja, lloriqueando de impotencia, mientras el agua verde y hedionda le chorreaba por el pelo y la cara roja por la ira. Se sentía tan desdichada, con el vestido de gasa blanca que pensaba estrenar en la misa de ese día, y tan ofendida, que cuando reaccionó que quien le tendía las manos era su salvador y al mismo tiempo el causante de su estado, toda la furia de su alma le brotó en los labios.

__ ¡¡Soltame!! ¿Querés? __ gritó dando tirones, para zafarse de las manos que Gregorio le ofrecía amablemente.

Tras el violento sacudón, fue él quien perdió el equilibrio y cayó de bruces, golpeando con su cara justo en la entrepierna de la joven que aún seguía en el agua, con sus blancos muslos expuestos al barro maloliente. En tan incómoda pose quedaron ambos, que en medio de los chillidos que emitía la moza, Gregorio quiso incorporarse lo más rápido posible, pero únicamente logró resbalar con sus pies, que querían afirmarse en vano en la orilla lodosa, para solamente obtener un pequeño cambio en su postura. No quedaron en una mejor que la anterior... Ahora, él dio de lleno con su nariz entre los senos redondos y voluminosos de Paula Carmina Monteverde, mientras que sus hombrunas manos enredadas en la larga falda, pujando desesperadas por hacer base en el lecho barroso de la zanja, rasgaron la tela hasta prácticamente arrancarle, de la cintura hacia abajo, el vestido de domingos con el que ella pensaba lucirse en la iglesia. Paula Carmina, con la menor serenidad y delicadeza, quiso sacárselo de encima, pero tampoco eso fue lo que logró. Al tomarlo de la camisa, todos los botones saltaron con un repiqueteo de garbanzos en el agua, y Gregorio cayó pesadamente, con su amplio pecho desnudo, sobre la esbelta figura de la hija del Doctor Monteverde, que gimió desarticulada mientras percibía el nauseabundo olor de las algas putrefactas que se le pegaban en la cara, junto con la del muchacho.

Ambos eran ya una bola de barro podrido, con sus vestimentas rotas y desencajadas.

Entonces, sucedió el milagro.

En medio de tan grande lío de gritos, aullidos y forcejeos, Paula Carmina Monteverde paseó por el entorno su mirada venenosa y mortal como una navaja y, totalmente resignada, se dejó caer de espalda en el lodo, soltando una carcajada espontánea y fresca, y dejando aún más atónito a Gregorio Juan Galeoni, que no atinó a entender el fenómeno.

__ Nunca creí que fueras capaz de arrancarme la ropa y de revolcarte conmigo tan desinhibidamente __ le dijo ella, mirándolo a los ojos profundos que se abrían inconexos.

__ Pero..., yo... __ intentó articular Gregorio.

__ No digas nada, que no hace falta __ interrumpió Paula Carmina y, estirándose hacia él, le estampó un beso en los labios.

Gregorio había imaginado muchas cosas antes de ese día, pero jamás pensó que el beso primerizo tendría tanto sabor a suero podrido. No obstante, la placentera sensación que experimentó, fue tan inmediata, que devolvió el beso acompañado de un abrazo tierno.

Los dos jóvenes se quedaron un instante tirados en el barro, mientras se miraban los corazones a través de las pupilas, tristes las de él y filosas las de ella, y la lluvia enjuagaba sus rostros llenos de incomparable felicidad.

 

Eduardo Tadeo Cichy nació en La Playosa el 16 de Noviembre de 1966. Actualmente reside en Villa María. Es secretario de la SADE Villa María. Obtuvo primeros premios en 23º y 24° Certamen Nacional de Danza Folklórica "Estrella del Norte", entre otras distinciones. 

Adriana Claudeville

Maestros
en el arte de eludir
nos encanta
perdernos en el laberinto
del ingenio
sin ver la verdad
del minotauro
y cuando los afectos nuestros
dicen su adiós definitivo
nos preguntamos
“dónde van las palabras
que no se dijeron”. (1)

(1) Versos de Mario Benedetti.

poema perteneciente al último libro de Cludeville: "La portadora del fuego" presentado el 1/10/2006