SADE Villa María

09 octubre 2006

El beso de barro

Las primeras gotas pusieron pecosa la vereda de lajas que bordeaba el colegio. Luego la lluvia la pintó como con barniz y, con el brillo, salieron a relucir los tonos rosa y anaranjados de las piedras planas.

Gregorio nunca caminaba por ahí cuando estaba solo, porque decía que le traía mala suerte. El pueblo tenía varias de esas veredas en las que él creía que influían directa y negativamente en su destino, y que debía esquivar para no caer en la desgracia. No obstante, la lluvia caía con un ángulo benéfico en aquella acera y, por una cuadra, hizo caso omiso a sus supersticiones.

Llegando a la esquina comenzó a correr, pues ya se veía ensopado por efecto del agua que caía cada vez más abundante. Dobló a la carrera para ir rumbo al café de Don Mateo a jugar al billar con sus amigos, como todos los domingos, pero se topó con Paula Carmina Monteverde: la chica con la que todos los muchachos de Santa María de Las Selvas, querían encontrarse en una esquina lluviosa y solitaria. Lamentablemente para Gregorio, su vereda nefasta le asestaba un golpe malo. Debido a la velocidad que traía en su corrida, sin quererlo, pero tampoco pudiéndolo evitar, dio un empellón a la muchacha, haciendo que ella cayera de espalda en medio de la zanja que corría a los fondos de la escuela.

Algunos en el poblado le decían el arroyo, y hasta había quienes aseguraban que se llamaba Arroyo Santa María; pero eso no respondía a otra cosa que a la equivocada razón de creer que era una deshonra vivir en un pueblo sin río. Todos consideraban, erróneamente, que un curso de agua le daba mayor jerarquía a la localidad y, por consiguiente, un signo de distinción con respecto a los habitantes de Pozo Seco del Arenal, que era la aldea vecina y rival. Pero lo cierto es que no era otra cosa más que una zanja, en la que se vertían los sueros pestilentes de dos fábricas de quesos, y que las frecuentes lluvias de la estación de Verano hacían crecer su caudal, para arrastrar la podredumbre y verter sus aguas en los bañados que circundaban la Laguna del Bagre Negro.

La cuestión es que tras el impacto, Paula Carmina perdió el equilibrio al querer dar un paso atrás, y pese a que intentó asirse de las ramas de un sauce que lloraba a moco tendido del otro lado de la zanja, no fue suficiente. Con su diminuto paragüitas describió uno o dos círculos en el aire, para restablecer la estabilidad perdida, pero aún así no pudo evitar la caída y, olvidando los años de buena educación que imprimieron en ella las monjas del convento, ni bien hizo contacto con el agua podrida, gritó:

__ ¡La puta madre! ¡Arroyo de mierda!

Fue tal el envión que llevaba al caer, que sus piernas se despegaron del suelo y uno de los zapatitos de charol salió volando para ir a parar a las manos de Gregorio, que miraba absorto la escena que nunca nadie quiso protagonizar.

La hija única del Doctor Estanislao Monteverde era, con toda seguridad, la chica más linda del pueblo, aunque también, en franca contraposición, la más antipática. Todas las jovencitas envidiaban su belleza cautivadora, con la que a todos los muchachos dejaba embobados con sólo pasarles al frente. Sin embargo, su mal carácter y sus caprichos y berrinches, provocaban cierta tranquilidad en las conciencias de las mujercitas que rivalizaban por los ojos de cualquier mozo de Santa María de Las Selvas.

Gregorio Juan Galeoni, en cambio, no era ni muy apuesto, ni muy atlético, ni muy de nada, aunque todas las niñas habían confesado alguna vez que su mirada tenía un toque especial. Si bien era un muchacho alegre, sus pupilas destilaban un no sé qué lleno de tristeza; y eso, al parecer, lo convertía en un joven con cierto atractivo. Claro está que también, todas coincidían en que era algo tímido para con ellas y se mostraba un tanto esquivo ante la posibilidad de llegar a algún roce con el sexo opuesto.

El muchacho, incómodo a más no poder por la situación y visiblemente ruborizado, intentó ayudar a la chica a salir del barrial. Con la mejor buena voluntad, se afirmó en la orilla y se estiró hasta tomar de las manos a Paula Carmina que continuaba sentada en la zanja, lloriqueando de impotencia, mientras el agua verde y hedionda le chorreaba por el pelo y la cara roja por la ira. Se sentía tan desdichada, con el vestido de gasa blanca que pensaba estrenar en la misa de ese día, y tan ofendida, que cuando reaccionó que quien le tendía las manos era su salvador y al mismo tiempo el causante de su estado, toda la furia de su alma le brotó en los labios.

__ ¡¡Soltame!! ¿Querés? __ gritó dando tirones, para zafarse de las manos que Gregorio le ofrecía amablemente.

Tras el violento sacudón, fue él quien perdió el equilibrio y cayó de bruces, golpeando con su cara justo en la entrepierna de la joven que aún seguía en el agua, con sus blancos muslos expuestos al barro maloliente. En tan incómoda pose quedaron ambos, que en medio de los chillidos que emitía la moza, Gregorio quiso incorporarse lo más rápido posible, pero únicamente logró resbalar con sus pies, que querían afirmarse en vano en la orilla lodosa, para solamente obtener un pequeño cambio en su postura. No quedaron en una mejor que la anterior... Ahora, él dio de lleno con su nariz entre los senos redondos y voluminosos de Paula Carmina Monteverde, mientras que sus hombrunas manos enredadas en la larga falda, pujando desesperadas por hacer base en el lecho barroso de la zanja, rasgaron la tela hasta prácticamente arrancarle, de la cintura hacia abajo, el vestido de domingos con el que ella pensaba lucirse en la iglesia. Paula Carmina, con la menor serenidad y delicadeza, quiso sacárselo de encima, pero tampoco eso fue lo que logró. Al tomarlo de la camisa, todos los botones saltaron con un repiqueteo de garbanzos en el agua, y Gregorio cayó pesadamente, con su amplio pecho desnudo, sobre la esbelta figura de la hija del Doctor Monteverde, que gimió desarticulada mientras percibía el nauseabundo olor de las algas putrefactas que se le pegaban en la cara, junto con la del muchacho.

Ambos eran ya una bola de barro podrido, con sus vestimentas rotas y desencajadas.

Entonces, sucedió el milagro.

En medio de tan grande lío de gritos, aullidos y forcejeos, Paula Carmina Monteverde paseó por el entorno su mirada venenosa y mortal como una navaja y, totalmente resignada, se dejó caer de espalda en el lodo, soltando una carcajada espontánea y fresca, y dejando aún más atónito a Gregorio Juan Galeoni, que no atinó a entender el fenómeno.

__ Nunca creí que fueras capaz de arrancarme la ropa y de revolcarte conmigo tan desinhibidamente __ le dijo ella, mirándolo a los ojos profundos que se abrían inconexos.

__ Pero..., yo... __ intentó articular Gregorio.

__ No digas nada, que no hace falta __ interrumpió Paula Carmina y, estirándose hacia él, le estampó un beso en los labios.

Gregorio había imaginado muchas cosas antes de ese día, pero jamás pensó que el beso primerizo tendría tanto sabor a suero podrido. No obstante, la placentera sensación que experimentó, fue tan inmediata, que devolvió el beso acompañado de un abrazo tierno.

Los dos jóvenes se quedaron un instante tirados en el barro, mientras se miraban los corazones a través de las pupilas, tristes las de él y filosas las de ella, y la lluvia enjuagaba sus rostros llenos de incomparable felicidad.

 

Eduardo Tadeo Cichy nació en La Playosa el 16 de Noviembre de 1966. Actualmente reside en Villa María. Es secretario de la SADE Villa María. Obtuvo primeros premios en 23º y 24° Certamen Nacional de Danza Folklórica "Estrella del Norte", entre otras distinciones.