SADE Villa María

12 octubre 2006

La travesía - Nemesio Martín Román

Primer Premio

El hombre detuvo al camello que montaba y con la mano a modo de visera, respirando lentamente para optimizar la visión, observó el cielo. A lo lejos, la reverberación solar con sus juegos caprichosos producía una variada serie de extraños efectos ópticos.

Al corroborar su presunción un escalofrío le recorrió la espina dorsal. -Carroñeros-murmuró.

El muchachito -primogénito del Jeque[1] Falehp Al-Bataar del Kel-Talgimuss[2]-, se arrastraba penosamente bajo los hirientes rayos del sol; su aspecto evidenciaba el cruel tormento sufrido y las múltiples marcas en la arena proclamaban lo absurdo e inútil de su esfuerzo; llevaba horas reptando en el mismo lugar. Disminuidas sus facultades, giraba y giraba, sin apreciar la protección -aunque escasa- que ofrecían algunos matorrales cercanos. No podía ver, y mucho menos, razonar.

Conocedor del desierto, calculó la distancia y el tiempo necesario para cubrirla. Exigiría un gran esfuerzo a la pobre bestia. Atravesar en ese horario aquellas arenas ardientes era una locura, un suicidio; pero la extrema gravedad del caso lo imponía.

Con un suave taloneo lanzó a su montura en veloz carrera y extrajo de la chilaba[3] el narguile[4]; fumar le ayudaría a calmar la ansiedad. -¡Ojalá llegue a tiempo!- musitó.

A pocos pasos, un lagarto alternaba entre la sombra de la raquítica vegetación y el sol, regulando la temperatura de su cuerpo. Al ser un animal de sangre fría, su sistema orgánico carecía de refrigeración; por lo tanto, transcurría las horas del día en aquel incesante trajín; de un suelo candente hasta ese precario refugio, ligeramente más fresco.

No advirtió la incesante actividad del pequeño saurio. Sin noción de tiempo o espacio, sólo su excelente estado físico y una poderosa fuerza interior lo mantenían vivo.

Nassif taloneó una vez más a "Tulipán"; el joven camélido jadeaba y tosía, denotábase su empeño por avanzar más rápido y también la imposibilidad de hacerlo; llevaba más de una hora galopando, superando pronunciadas dunas; aunque debió rodear las últimas, su energía disminuía paulatinamente.

Los graznidos de los buitres aumentando en intensidad provocaron en él una leve reacción, más mecánica e instintiva que racional. Pareció que el peligro alertara su mente obnubilada; intentó espantar a los pajarracos que sobrevolaban en círculos cada vez más bajos, prestos para el festín, no pudo hacerlo; los brazos se negaron a obedecer. Por último, tras ingentes esfuerzos logró apoyarse sobre un codo y levantar la cara; tenía los ojos cegados por la prolongada exposición al sol; el fin estaba próximo. Quiso gritar, le resultó imposible; notó la mandíbula apretada, la lengua había alcanzado proporciones alarmantes, hasta convertirse en una enorme masa de carne informe e insensible; creyó incluso que se la habían arrancado. Sumido en la brumosa semiinconsciencia, emitía palabras inconexas; por último, exhaló un gemido y quedó inmóvil con el rostro sobre la arena.

Se aproximaba al sitio donde divisara las aves de presa; faltaba un último esfuerzo.

-Vamos, Tulipán, ¡tú puedes hacerlo!- El fiel animal, como entendiendo y obediente al pedido de su dueño, aceleró el paso e inició la ascensión de un elevado montículo de arena; ya en la cima cayó de rodillas, exhausto. Nassif le acarició la cabeza pronunciando en su oreja palabras de aliento y lo ayudó a tenderse en el suelo. Dejó descansando a su acémila y reemprendió la marcha. A poco andar divisó un bulto inmóvil sobre la arena y algunos buitres atacándolo.

Como en un sueño, escuchó detonaciones; luego, la bruma retornó a su cerebro. Tuvo conciencia del mundo y de sí mismo mucho más tarde, casi anocheciendo; miró en derredor asombrado. La manta de pieles sobre la que estaba acostado cerca del agua y las alegres llamaradas de una fogata indicaban la presencia de seres humanos. El pequeño manantial bajo las palmeras le pareció una bendición. ¡Agua limpia y fresca! Se sintió bastante bien, aunque casi no veía. Sus dedos recorrieron la cadena de plata y acariciaron el medallón con la efigie de un camello y dos cimitarras en cruz en la base; distintivo de su rango dentro de la tribu. Lo sobresaltó un disparo cercano. Luego, en medio del más completo silencio, se durmió. Rememoró en sus sueños cómo era seducido con engaños, arrancado del seno familiar y abandonado a su suerte en medio del desierto. Despertó en la oscuridad, alguien llegaba cantando. El hombre se acercó sonriente.

-¡Estás despierto! ¿Cómo te sientes?

-Bien... muy bien. Te debo la vida...

-No tiene importancia. En todo caso, agradece a mi camello, él te salvó. Llegamos muy a tiempo, disparé sobre los buitres que tenías encima; por suerte no te hicieron daño.

-¿Qué lugar es este?

-El mejor. Estamos en el Oasis de los Venados, abrevan aquí; se espantaron al vernos pero volverán cuando tengan sed. ¡Mira!, cacé uno cuando huían; su carne es exquisita -dijo el árabe, aprestándose a desatar la presa, que se columpiaba, sujeta a la montura por una correa de cuero.

Mientras observaba a su salvador, metió la ampollada mano en el agua fresca y derramó un poco sobre las quemaduras de su rostro; sintió la caricia del líquido en la cara y sonriendo ante tanta felicidad, se dispuso a descansar... descansar... des... can...

Las facciones del joven causaban espanto. Una ojeada le sobró para hacerse un cuadro de situación; las cuencas vacías de los ojos eran mudo y elocuente testimonio del horroroso martirio sufrido. Convencido de que podía hacer muy poco por aquel infortunado, se inclinó sobre él sosteniendo la cantimplora; un sorbito le aliviaría en parte, vertió unas gotas en la cara del desdichado, lo vio sonreír y... Detuvo su accionar; quedó con la mano en alto; era inútil, no requería más cuidados. Ante ese paso sutil, inexorable e involuntario, el breve tránsito de la vida a la muerte; una inmensa mezcla de rabiosa impotencia y compasión dominaron su espíritu.

No era la primera vez que se encontraba cara a cara con la parca, y siempre que ocurría experimentaba lo mismo.

La dolorosa certeza de la pequeñez del hombre.

¡El Hombre! ¡El Hombre…!

Un diminuto grano de arena en el infinito desierto del cosmos.


[1]) Jeque: Título jerárquico: jefe, señor, etc. /Nota del Autor.

[2]) Kel-Talgimuss: “Pueblo del Velo”, grupo tribal y religioso árabe. /N. A.

[3]) Chilaba: Vestidura con capucha, preferentemente blanca o de colores claros, usada en el desierto. /N. A.

[4]) Narguile: Especie de boquilla para fumar; de caña, hueso, etc. /N. A.

 

Nemesio Martín Román, Arias - Córdoba

Chancleta rubia - Carlos Alberto Fernández

Segundo Premio

—¡Justamente una chancleta! —El gallego desayunaba el mismo lamento, todos los días —. ¿Cómo hacemos, ahora?

Mariela ya no se ofendía, no mucho. Don José vivía preocupado por su hija. Sólo él sabe lo que le costó hacer y cuidar ese bar, el “Brisas Gallegas”, en los alrededores de La Recoleta, cerca de la vía y los ranchos. Vida dura, la de don José. Las historias de guapos lo ignoran, pero hay coraje, decisión y algo de suerte en el orden que logra imponer entre borrachos, rateros o simples desahuciados. Sin armas (a veces, bueno, una botella, pero vacía), con la sola ayuda de su físico rotundo, cuadrado, sus puños como adoquines, su irreductible voluntad de defender su lugar. Pero ya está viejo, con esfuerzo termina la cazuela con garbanzos, cantimpalo, porotos y mondongo, que le regresa a las brisas de su hogar natal. Mariela se desliza entre las mesas, espléndida en sus veinte años rubios, su optimismo ágil. Se defiende, esquiva o castiga, se hace respetar.

—Tenés que casarte. Después me enterrás, yo tranquilo —machacaba el padre. Pero no se veía a nadie con agallas para hacerse cargo. Mariela despreciaba a las aves de presa, listas para picar y volar lejos de las responsabilidades y peligros que se evidenciaban diariamente. Tenía la sangre voluntariosa y temeraria de su padre, no la conformaba menos.

Cuando llegó el momento, despidió a su padre, se arremangó, agachó la cabeza y arremetió. Estaba echa de madera dura, no le iban a ganar.

Los primeros días transcurrieron normalmente, normalmente violentos; los desórdenes, las pendencias y las borracheras no superaron el promedio.

—Si buscás macho, avisame —le dijeron, entre otras cosas. —No me traigas al tuyo, yo busco sola —respondió, sin interrumpir el servicio. Las risotadas la vitalizaron. Ese era su ambiente, allí nació y creció. Era mujer, así. Pero la noche del sábado llegó al bar un grupo no conocido. Eran Morales y su corte de chupamedias y sanguijuelas libando de la fama circunstancial de un guapo hoy notorio. Comieron, bebieron, chuparon todo. Festejaban algo, el motivo era seguramente suficiente. Morales cada tanto la miraba, silencioso. Ya avanzada la noche se fueron retirando, de a poco. Al fin quedaron Morales y dos o tres más. Uno se acercó a Mariela, que hacía un rato esperaba, firme.

—Contá que estuvieron “Telaraña” Gómez, Morales y su gente —le dijo—. Te va a dar fama.

—¿Y la cuenta? —Mariela, inocente, todavía preguntaba. —Gracias por el regalo —“Telaraña” y los otros sonreían. Morales miraba—. Guardate la propina —agregó, acercándole un billete.

—No se van hasta que me paguen —exclamó ella, ya en ebullición.

“Telaraña” asomó un cuchillo. —Eso es todo. Si querés, te marco el importe, para recuerdo.

—Recuerdo las pelotas —Gritó Mariela, en genuino porteño. Se agachó, como para esquivar un puntazo, y se enderezó con la chancleta en la mano. Digamos que “Telaraña” no se lo esperaba, que tardó en reaccionar. O que a Mariela la adrenalina la hizo volar. Pero el primer chancletazo dejó la cara del otro hecha fuego; los siguientes lo hicieron aullar, suplicar, arrastrarse aterrorizado. Los demás no se salvaron; todos ardieron bajo el vendaval huracanado de la galleguita.

—Por favor, no les pegue más —Morales le habló, prudente–. Se lo merecen, pero ya con primeros auxilios no les alcanza. Yo le pago y le agradezco la noche, con el show incluido.

Mariela, levantó las sillas, enderezó las mesas, dio un puntapié a un fugitivo lento, verificó el pago de Morales y lo acompaño a la puerta, despidiéndolo con un “gracias, vuelva cuando quiera”.

Cerró el boliche, acarició el retrato del viejo don José que colgaba detrás del mostrador, y se sentó en cualquier silla, acercando una botella sobrante de la reunión. Descansó, satisfecha.

Morales quiso volver, ya a los pocos días. Y volvió seguido, ya siempre sólo, en la mesa del rincón, que parecía alquilada; nadie la ocupaba al caer la noche. No le hablaba mucho, no la perseguía, pero la miraba de un modo que ya nadie lo recordaba guapo frío y letal. No hubo más disturbios, en el bar. La perspectiva de una alianza de cuchillo y chancleta amainaban a cualquier díscolo.

Y sí. Un día Mariela comenzó a sentarse en la mesa reservada. Un día Morales comenzó a visitarla en la casa, detrás del bar. Un día hicieron pareja. Don José durmió en paz. No le molestó que a “Brisas Gallegas” la comenzaran a llamar “Chancleta Rubia”.

 

Carlos Alberto Fernández, Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Sólo un círculo rojo - Enrique Fernández Anderson

Tercer Premio 

Estaba muy atrasado con la tela que debía presentar en la Galería Krakenberger de la avenida Santa Fe, cuyo dueño dominaba el mercado del arte de Buenos Aires. La inauguración de la muestra sería en diez días y Rogelio no estaba conforme con lo que había pintado hasta ese momento. Días atrás había trabajado por varias horas, pero no conseguía plasmar en la tela la idea que largamente había desarrollado. No podía presentar una obra mediocre, ya que su fama como artista era sólida y afirmada por premios numerosos en el país, en Nueva York y en Europa.

Esa mañana atendió la llamada de Hans Krakenberger que con su ligero acento alemán le preguntó: - ¿Y, Rogelio? ¿Para cuándo tu obra? No me la envíes muy fresca. Dejá que se seque bien. No me vallas a fallar y recordá que tu trabajo tiene que ser una de las estrellas. Le contestó con una mentira: - Hans, no, no te voy a fallar. Solamente me faltan los toques finales, que en realidad son pequeños detalles.

Después de esto salió al jardín y se sentó en un banco a meditar. No podía defraudar al marchand. Muchos de sus óleos habían sido muy bien vendidos en esa galería y decoraban las paredes de muchas mansiones aristocráticas del país. Además, una tela suya había obtenido un precio exorbitante en los Estados Unidos, en una subasta muy reñida entre Linel Rockefeller y un representante de la Casa Blanca y que finalmente quedó en manos del magnate.

Molesto entró en su atelier, corrió el caballete más cerca del ventanal y observó la tela por un largo rato. Se maldijo a sí mismo. No había logrado llevar al lienzo nada digno del salón. Tomó el pincel ancho y lo cubrió todo con una capa blanca. Empezaría nuevamente, pese al poco tiempo del que disponía.

Dos días más tarde, parado ante la tela blanca todavía virgen sufrió una desazón hasta entonces desconocida por él. Su mente retrocedió a sus años de estudiante de arquitectura cuando en los exámenes de Estructuras la hoja del papel en blanco lo inhibía y poco podía desarrollar. El reclamo de Hans volvió a su mente, ya que faltaba poco para la apertura de la muestra. De pronto sintió un impulso de rebeldía. Al final, él era uno de los más destacados pintores argentinos. Presentaría algo revolucionario. Se podía dar ese lujo. Fue a la cocina, retiró de un estante un pocillo de café y con él marcó en el centro de la tela un círculo perfecto. Más tranquilo y sin apuro pensó mucho en el color que emplearía y finalmente optó por el rojo. Con pulso firme rellenó el círculo. Se alejó unos metros para observar el efecto mientras pensaba: -“ Parece un sol ardiente que se destaca sobre un cielo azul...” Pero en seguida se rectificó. No. No se parecía en absoluto a lo que había pensado, ya que el cielo tendría que ser celeste. Lo dejaría así, y enfrentaría a Hans y a la crítica.

Más tranquilo llamó a la galería y le anunció a Krakenberger que había terminado el cuadro: -Hans, tengo mi trabajo listo. Mañana por la tarde pueden retirarlo. Se titula “Punto final”... Sí, ya sé, es título es curioso, pero ni bien lo veas estarás de acuerdo con que es el indicado.

La inauguración de la muestra fue exitosa y Hans Krakenberger demostró una vez más que conocía su oficio. Cuando vio la tela se sorprendió, ya que no se aproximaba en lo más mínimo a su estilo habitual. Pensó: “Es muy diferente de las pinturas de Rogelio... ¿Será una incomprensión de mi parte?” dada su larga experiencia en el trato con artistas resolvió colgarla sin hablar con el pintor. El público y la crítica serían los jueces. Antes de fijar la fecha de la subasta esperaría para conocer las opiniones de los principales matutinos y de las revistas de arte.

Cuando finalmente vio las críticas del acto inaugural de su muestra no pudo creer lo que leyó. Sánchez Muñoz, el renombrado crítico de arte del principal diario de la ciudad, conocido como muy mordaz y parco en sus opiniones, escribió: “En le vigésimo salón anual de Hans Krakenberger, adalid de los marchands de nuestra ciudad y posiblemente de toda Sudamérica, la calidad de los trabajos es soberbia. Pero la tela imponente fue la de Rogelio Santos Argüello. Su “Punto final” deslumbró al público –deslumbramiento que yo comparto- ya que ha incursionado en un estilo que asombró y deleitó a todos. Conociendo a fondo la vida del pintor y sus sufrimientos, recordé las experiencias amargas que vivió en los años de la dictadura militar y el triste exilio que debió emprender. No me cabe duda de que estos crueles avatares guiaron su mano de gran artista, ya que el fondo blanco de la tela indudablemente representa su plácida vida anterior al ignominioso trato que sufrió por defender la democracia perdida. El estupendo círculo rojo, sin ninguna duda, simboliza la afrenta sufrida que, gracias a Dios, pudo superar. Haré mías las palabras de Ernesto Sábato (también eximio pintor) invitado de honor de la muestra quién dijo: -“Creo que Rogelio plasmó con maestría la situación del país en esos años tristes y que el título de su trabajo se inspiró en el informe “Nunca más”, que la comisión que yo presidía presentó al gobierno democrático, después de la caída del régimen militar”. Sánchez Muñoz cerró su artículo con las siguientes palabras: Quiero terminar mi crítica con una cita de mi colega francés Jean Renard: “En pintura sólo dos trazos magistrales elevan la obra al mismo Cielo”.

Cabe destacar que todos los comentarios de los especialistas fueron altamente elogiosos, salvo aquél que publicó en su columna de arte la revista “Ars”: “En el salón Krakenberger la tela de Rogelio Santos Argüello es un acabado ejemplo de arte decadente. Artista de gran valor hasta ahora, se ha cavado su propia fosa con esta presentación”.

Un mes después, Rogelio Santos Argüello almorzaba con Hans Krakenberger en un lujoso hotel. Había recibido el cheque que el merchand le entregó después de la poco común subasta, en la que “Punto final” se había vendido a un representante de la Casa Real de los Países Bajos en la suma de sesenta millones de euros.

Esa noche Rogelio paladeaba un whisky sentado frente al fuego mientras leía por centésima vez el cheque. En su mente recordaba el problema inicial que había tenido la obra y el desenlace insólito al que se vio obligado a recurrir para entregarla a tiempo. Una idea cruzó su mente: “Debo agasajar con generosidad a todos los críticos con una reunión para darles las gracias por sus comentarios y tratar de entender, sin que se den cuenta, qué carajo vieron en mi obra...

Enrique Fernández Anderson, Turdera - Buenos Aires

El otro lado del nogal - Liliana Chávez

Primera Mención Especial

Había pasado noches enteras sentada en la cama, aquejada por una tos perruna y con casi cuarenta grados de fiebre. Cuando los medicamentos hicieron efecto, dormí tan profundamente que no escuché ni las corridas ni los gritos que provocó el incendio en el granero.

La nana me contó cómo los peones, junto a mi padre, trataron en vano de apagar el fuego. Con la sequía, el arroyo era un hilo delgado del que no pudieron abastecerse y la cisterna, a la mitad, no fue suficiente para llenar las cubetas y poner a salvo, al menos, los sacos con la cosecha.

Se me prohibió salir de la casa hasta después del mediodía. Todavía no estás bien y sólo estorbarías, dijo la nana mientras mamá, pañuelo en mano, no hacía más que llorar, repitiendo que el banco no contemplaría lo ocurrido y por consiguiente, aquello era el acabose.

Me hinqué sobre una silla para observar desde la ventana lo que ocurría. Evaristo, todavía con hollín en la cara, vendaba la pata de una yegua y Amanda, su mujer, recogía, azuzando con ambas manos, unas ponedoras que, asustadas, se desplazaban de un lado a otro. Camilo, mi hermano de catorce, amontonaba junto a los bebederos, restos de herramientas y elementos de labranza.

Mi padre, que momentos antes había visto sentado en un fardo de alfalfa con la cabeza entre las manos, se encaminaba hacia la loma, con un lazo sobre el hombro. Siempre que algo surgía, Jacinta, la única vaca lechera que teníamos, desorientada, terminaba en el corral vecino. Había que ir a buscarla, enlazarla y, un poco más tarde, traerla a rastras.

Me desesperaba no tener desde allí la visión adecuada. Pero fue suficiente que Camilo entrara a la casa y comentara que el fuego había alcanzado también algunos árboles para que ya nadie pudiera retenerme y evitar que saliera corriendo a constatar si el viejo nogal había sobrevivido.

Dejala, dijo mi madre a la nana, al ver que Anunciación me mantenía sujeta del pollerín. Es imposible con esa niña.

Encontré el árbol sin una sola hoja, un esqueleto gris de ramas mutiladas, adormecido en una cortina de humo que no terminaba de esfumarse. Impaciente, busqué con la mirada; allí estaba mi columpio, milagrosamente intacto.

Subí y comencé a balancearme. Piernas estiradas hacia delante, luego con fuerza hacia atrás y en segundos la hamaca se elevó altísimo, permitiéndome ver, más allá del granero en ruinas, las otras casas de la colina, las montañas verdes, los tramos lilas y amarillos de flores silvestres.

Podía observar casi todo desde ese lugar; las cosas y las personas se percibían mucho más pequeñas de lo que en realidad eran.

La humareda se fue disipando. Mamá, los peones y hasta la nana, con lo pesada que era, corrían hacia donde yo estaba, seguramente temiendo que, con tanto vaivén, la rama se quebrara y terminara cayendo de bruces al suelo. Pero pasaron delante de mí como si no me hubieran visto.

Hice que mis pies dejaran de impulsar la hamaca. El movimiento no me permitía volver la cabeza hacia el otro extremo del árbol donde se habían detenido para, entre todos, bajar el cuerpo que, amoratado, pendía de una cuerda, la misma que mi padre llevaba sobre el hombro para atrapar a Jacinta.

Y el columpio, que tardaba en parar, se detuvo para siempre.

 

Liliana Chávez, Córdoba

El rostro de Mariela - Aníbal Silvero

Segunda Mención Especial

Me creo un artista nato, y también creo que Mariela es la razón de ser de mi arte. De pequeño, mi pincel se movía como por encanto, a través de las infinitas combinaciones de la acuarela. Sentí la fuerza de un Miguel Ángel fluir por mis venas, como un torrente de creatividad. Debo reconocer que no hay sentimiento más hermoso que hacer arte, pero no hay frustración más grande que mi relación con Mariela. No existe ningún vínculo entre Mariela y yo –ella no podría admitirlo- y sólo flota entre nosotros el caprichoso lazo que yo he trazado a través del pincel. Total, digamos, que soy un soñador. Pero tengo la secreta percepción que ella conoce su papel de musa, aunque jamás va a querer admitirlo, no sé por qué, quizá porque en ese momento podría yo mirarla a los ojos, y conocer hasta el último de sus pensamientos.

Cuando me encuentro con Mariela en la misma coordenada, surge la inspiración, y yo me siento completamente pleno, pero eso sucede poco, lo más común es que me encuentre con Mariela y no surja nada, porque Mariela pone demasiados escudos para estas cosas. A veces se me ocurre que a Mariela parece importarle poco de nada, aunque ella dice preocuparse de todo y por todos. Es como si yo usase una lógica distinta a la suya todo el tiempo. Pero hay una cosa innegable en Mariela, y que excusa todas sus actitudes: es hermosa. No me refiero solamente a la forma de sus curvas, a su delicada piel con un ligero tono caramelo, a sus senos perfectamente formados, a la geometría de sus piernas, a la cadencia innegable de su voz, sino a algo más, que se percibe dentro de ella pero que ella trata de ocultar a rajatabla. Yo creo que toda esa esencia de Mariela está concentrada en su rostro. He visto pocos rostros con esa particular expresión, y tal vez vuelva ver aún más pocos. Su semblante irradia belleza, perfección de formas, carisma de ángel, esencia de paradigmas. Posee una extraña simbiosis, aúna la imagen del deseo y de la felicidad al mismo tiempo.

Yo me detengo a observarla a veces, con denodada atención, para buscar el secreto oculto de la disposición de sus ojos, pero ella bien pronto da vuelta su rostro, o pone un gesto de absoluta molestia.

Digamos que ella es lo suficientemente dulce conmigo como para que yo la añore todo el tiempo y lo notablemente indiferente como para que sufra en el acto de añorarla. A veces pienso que Mariela es cruel.

Lo cierto es que Mariela es mi inagotable fuente de inspiración. Más de la mitad de mis cuadros fueron engendrados a través de su virtual contacto. Cada vez que ella me lastima con su indiferencia, cada vez que me evade con la mirada, por cada ocasión que me dice, con los ojos: no me comprometas, no te comprometas, entonces allí mi corazón se rebela. Sufro espantosamente y regreso a mi taller completamente apesadumbrado, confundido, con una angustiosa frustración en la mente y en el corazón. Y entonces me pongo a pintar. Y pinto, y pinto. Toda la noche, hasta que me vence el cansancio. Así surgieron la mayoría de mis cuadros. Los más expresivos, los de mayor colorido de fondo, aún aquellos que han sido premiados en el último certamen nacional.

En mi ingenuidad psicológica, a veces me pongo a pensar si realmente Mariela no hace adrede todo este procedimiento. Quizá ella sienta verdadero afecto por mí, y no sólo por mi arte y sepa que el único camino a mi creatividad artística sea a través del rechazo, la indiferencia, el más absoluto desinterés por lo que yo sienta.

Mariela me concede una sola cita una vez al año. Se asegura de que sea en un lugar concurrido, a pleno día, y con decenas de personas caminando a nuestro alrededor. En el encuentro, que transcurre entre quince y veinte minutos, y por las mismas circunstancias del entorno, me debería ser imposible hablar de mí mismo, pero sí puedo explayarme en todo lo referente a mi arte.

Quizás me termine convenciendo que soy un enfermo mental, que Mariela está en lo correcto y yo no tendría que tender ningún puente etéreo, por más mental y ultra-fantasioso que sea, para satisfacer mi propia sed de pintar. Ella siempre se encargará de demostrar que uno mi puente con el vacío y allí terminará todo.

Fue con esta nube de elucubraciones que decidí, hace apenas unos días, pintar el rostro de Mariela.

La primera vez que se me cruzó esto por la cabeza, pensé que era una locura. Es un rostro que lo dice todo, lo explica y comprende todo, pero en cuyas delicadas y variadas ondulaciones, la mejor intención del corazón se vuelve la razón más pura. Pintar el rostro de Mariela?. Sería como compararme yo, de repente, con un Leonardo, con un Buonarotti, intentar burdamente imitar a los maestros, seducido, en definitiva y hablando crudamente, por representar un aritmético trozo de carne.

Pero sí, me convencí que debía hacerlo y que además ella lo merecía, como constante fuente de inspiración.

Pinté su rostro más de una vez. Rompí siete lienzos, me decepcioné a mí mismo y pasé días y días con un sentimiento de fracaso. Hasta que ayer fui iluminado por una idea.

Tomé el espejo de la sala, rescaté lo mejor de aquella pintura especial, seleccioné unos cuantos tragos del bar, junté una serie de compactos de Vivaldi, y comencé.

Fue una sesión de inspiración, estilo, color, líneas mágicas que iban y venían, transgresión de las formas, extrañas perspectivas que resaltaban de forma inusual el iris, la sonrisa, el brillo de los ojos. La experiencia de pintar sobre el espejo fue maravillosa.

Terminé el cuadro bien entrada la madrugada y cuando me desperté, esta tarde, la contemplé por un rato. No estoy seguro si hice un buen trabajo, algunos tonos no me convencen y me parece haberle dado demasiado luz a los bordes.

Por un momento se me ocurrió haber hecho una obra de arte y hasta pienso mostrárselo a Mariela en nuestra próxima cita anual. Pero en ocasiones la veo como una obra irreverente y estoy a punto de disolverla con alcohol. Tampoco es una mala opción. Después de todo, siempre estará el espejo detrás de la pintura.

Aníbal Silvero, Posadas - Misiones

La libreta azul - María Alvarez

Mención de Honor

Llegó pasada la medianoche. Detuvo su automóvil frente a la casona, que aún conservaba su reinado, en medio de lo que fuera un hermoso parque.

Dejó las luces encendidas y respiró hondo. Un relámpago puso luz en el lugar y un ruido extraño le provocó miedo. Vacilante tomó el volante, dispuesta a marcharse, pero el motivo de su regreso después de tanto tiempo, le dio valor para quedarse.

Buscó la linterna, las viejas llaves, la maleta y asegurándose que el revolver pequeño permanecía en el bolsillo de su abrigo, se encaminó falsamente decidida hacia la entrada

Del llavero pendían tres llaves. Al azar colocó una en la cerradura, pero no era la correcta

Sus dedos torpes, la cambiaron por otra y esta sin demasiado esfuerzo, giró. Empujó con temor, pensando equivocada, que un movimiento brusco podría causar un derrumbe.

Iluminó el interior con su linterna, sin alejarse del dintel. Todo estaba en orden.

Los sillones, mesas y sillas, los cuadros, los adornos y las arañas cubiertas con telas, que le daban al salón un aspecto fantasmal. A un costado, hacia su derecha la escalera de mármol, que ella recordaba tan bien. Arriba, las puertas de las habitaciones continuaban abiertas, pero no la del escritorio del abuelo. A su izquierda divisó la arcada hacia la cocina. En ese momento la lluvia furiosa, golpeaba la casa. Alumbró cada rincón, comprobando que nada había cambiado. La larga mesa y los bancos de madera, en el centro, los cacharros colgados de la barra de bronce y el horno grande, parecían intactos.

Volvió al salón. Los candelabros sostenían las velas apenas consumidas. Las encendió, una a una, con cautela.

Se sentía exhausta. Destapó el sillón más grande y quedó sorprendida, ya que estaba increíblemente limpio, como si tan solo ayer, las mágicas manos de la abuela, lo hubiesen fregado. Se acostó sin desvestirse y mantuvo su mano cerca del arma.

Despertó solo cuando la claridad, a pesar de los tupidos cortinados, se filtraba traviesa.

Los recuerdos la asaltaban, apoyados ahora, por la realidad del ambiente. Se fue incorporando poco a poco, tratando de no perder detalles. Se admiraba de su memoria

Era increíble que hubiese atesorado, los pocos años que allí vivió.

La foto sobre la chimenea... los abuelos y ella, en el parque jugando felices, ya no estaba.

Fueron aquellos primeros años de su vida, realmente dichosos.

Al pie de la escalera, sintió una sensación muy rara. Debía subir. Fue contando los escalones, como cuando era niña. Corrió la puerta, segura que esa había sido la habitación de los abuelos. A no ser por el polvo acumulado y las telarañas, podría decirse que el tiempo fue respetuoso con el moblaje.

Salteó el escritorio. Una lágrima o una sonrisa acompañaban su inspección. Se tomó los minutos necesarios para no dejar nada sin revisar. No halló nada de lo que buscaba.

Primero empujó la puerta, luego hizo girar el picaporte y hasta apoyó su cuerpo con fuerza, pero esta parecía sellada al marco.

Turbada, bajó corriendo y se dirigió a la cocina, en busca de algún elemento que le ayudara a romper el cerrojo.

Fue recién entonces, cuando reparó en esa otra salida que comunicaba con el parque. Le sedujo la idea de dar un paseo, pero comprobó que también estaba cerrada con llave.

Como si recibiera un mensaje del más allá, caminó hasta el salón y recogió el llavero.

Subió de inmediato y eligiendo la que correspondía, pasó al escritorio.

Apartó las cortinas y abrió las ventanas. El sol invadió el recinto. Tironeó de la punta de los paños y dejó todo al descubierto. Sintió, en el medio de su pecho un dolor agudo, al quedar frente al retrato del abuelo, que posaba aún joven, luciendo su uniforme impecable y sus ojos claros, que ella siempre envidió. Supo que ahí encontraría lo que necesitaba. Se sentó en el sillón de cuero y uno a uno fue abriendo y examinando los cajones. Papeles, fotos de los bisabuelos o de los abuelos, pero ninguna del resto de la familia. Leyó atentamente documentos, anotaciones y cartas.

Habían pasado varias horas, su cuerpo entumecido y su estomago le reclamaban atención.

La ansiedad la obligaba a continuar. Transcurrieron varias horas más. Agotada y de mal humor, cerró con un fuerte golpe el último cajón, dispuesta a claudicar.

El roce de algo que cae, detrás del mueble la alertó. Se hincó y pudo distinguir en el fondo, algo que sobresalía. Estiró la mano y con delicadeza, lo extrajo. Aunque ya desteñidas, las tapas azules de la libreta del abuelo, le dieron la pauta de que hallaría información.

Entornó los ojos y se volvió a ver, con su camisón que le llegaba hasta los pies, golpeando la puerta del escritorio, para darle al abuelo el beso de las buenas noches. Siempre él, con su libreta azul, escribiendo.

Temblando, se acomodó junto al ventanal y comenzó a leer. Por momentos su respiración se agitaba y el llanto la obligaba a detener la lectura. La penumbra se apoderaba del lugar, cuando concluyó la última página. Con la libreta bien sujeta, se puso de pié y lentamente bajó. Recogió sus pertenencias y dando un portazo, abandonó la casona, segura que jamás volvería.

Puso el auto en marcha y a toda velocidad partió hacia el encuentro de su verdadera identidad.

María Alvarez, Ciudad Autónoma de Buenos Aires

27 de enero de 2006 - Cora Frerking

Mención de Honor

Los que dormían, despertaron; los que estaban en ensayo o en función, dejaron de tocar; los que caminaban se detuvieron; los que conversaban hicieron silencio; los que comían abandonaron los cubiertos; los que hacían el amor se sobresaltaron; los que se bañaban cerraron las duchas; los que leían levantaron la vista; los que bailaban se inmovilizaron; los agonizantes cesaron de morir: Todos los músicos del mundo se paralizaron en posición de atención ante el llamado. Un sabor amargo les puso sensación de fracaso y la expectativa les fue más que un tormento, aunque duró un instante, para estupor de quienes los acompañaban.

El mensaje les llegó como un latigazo sorpresivo. La primer frase fue un reproche incomprensible:

-“Debería haberme bastado un botón y de vuestros botones, tengo cajas llenas. Tengo botones de tecnicismo, de distracción, de argumentaciones, de estudios de estilo, de composición, de virtuosismo y al fin me rindo.”

Supieron que quien les hablaba había llegado al borde de su paciencia después de la larga espera, de generaciones tras generaciones y ya no podía aguardar más. Decía que en este caso, lo esencial era tan visible, que saltaba al oído y no lo habían detectado. Aseguraba que ni habían caído en la cuenta que se daban por vencidos; que ni siquiera habían descubierto la existencia del acertijo, después de dos siglos y medio.

Quien clamaba indicaba que ese día, 27 de enero de 2006, se rendía por cansancio, y los llevaría de la mano, inmerecidamente, a su develamiento.

Se presentó sin nombre, solo con una historia que podían reconocer, compartida con el autor del enigma y lo mencionó así:

-“Me tocó en suerte acompañar a Wolfgang desde su nacimiento. No podía haber elegido mejor destino; un ser tan sensible que mereció el obsequio de algunos dones de privilegio, que supo valorar y hasta magnificar. Él podía sentir mi presencia. A veces me llamaba su amigo invisible; otras veces solo me hablaba como para sí mismo, con sus pensamientos.

Su talento se engrandecía con su obsesión por perfeccionarse.

Disfruté con él los sonidos y las matemáticas desde muy pequeño. Su inteligencia era superlativa y eso le hacía gozar escandalosamente de cuanto le hacía feliz, que era casi todo: podía detenerse ante una violeta o palidecer de emoción ante unos cálculos divertidos, pero cuando extraía su música de los instrumentos, era celestial e indescriptible.

Lo conocí como nadie y conozco el secreto. Comenzó a perfilarse en 1783 cuando aceptó la proposición de iniciarse en la Masonería en la Logia Vienesa “Por la beneficencia”, abocada a suscribir las ideas humanistas del siglo de las luces y esas ideas generosas, que tenían por finalidad la felicidad de la humanidad, no podían menos que seducir a un ser tan sensible como él.”

El que hablaba detalló que Wolfgang era un místico confeso, que lo reafirmaba en todas las composiciones y que pronto comenzó a dominar las visualizaciones futuras; que al principio le llegaban confusas y al tiempo nítidas y concisas. Y luego les lanzó la pregunta:

-“¿De qué manera un ser dotado para la música, como él, podría haber transmitido sus premoniciones? Es obvia la respuesta. Pero nadie vio el secreto, a pesar de haber estado en los atriles de millones de diferentes músicos y de haber sido escuchado por generaciones y generaciones de melómanos.

Nadie lo vio. Nadie lo ha descubierto y hoy, 27 de enero de 2006, aquí mismo, en Salzburgo, festejaré su cumpleaños número doscientos cincuenta. Mi regalo será revelarlo solo a quienes lo comprendan y se regocijen: Ustedes.

Ustedes son los invitados elegidos, de quienes tengo las cajas de botones, pero eso ya no importa. Son quienes mantendrán el ritual y lo perpetuarán en su descendencia.”

El extenso mensaje fue recibido en solo una fracción de segundo y enseguida todos los músicos del mundo dejaron su actitud de atención extrema, para buscar con urgencia sus instrumentos. Algunos los tenían cerca, otros debieron recorrer la casa, otros, la ciudad o grandes distancias. Algunos lo hicieron desnudos, otros con los leños del hogar encendidos, otros abanicándose. Unos de noche, otros de día. Había músicos viviendo las distintas horas, las distintas estaciones climáticas, las distintas edades, las distintas circunstancias; recién amanecía el 27 de enero en Salzburgo y había músicos que ya habían vivido su mañana y había quienes recién vivían la última mitad del 26; pero definitivamente tomaron sus instrumentos con la mayor premura. Luego afinaron, como esperándose unos a otros, sin saberlo, recordando las oberturas de las cuatro óperas últimas, descontando “ La clemencia de Tito”. Todos repasaron las partituras, poniendo atención por primera vez, al primer cambio de tono en cada una. Tantas veces las habían estudiado y recién se percataban de la conexión entre los intervalos marcados entre el inicio y la primera modificación de las alteraciones iniciales. Memorizaron, de las cuatro oberturas, solo esos pequeños fragmentos acotados. Eran unos pocos compases de cada una.

Como si una batuta maestra los dirigiera, todos los músicos del mundo ejecutaron los segmentos señalados, en su secuencia de creación: el de “Las bodas de Fígaro”, unido al de “Don Giovanne”, unido al de “Cosí fan tutte” y unido al de “La flauta mágica”.

La música que se elevaba era extraña y complicada, hasta para el oído más avezado. No se notaba la unión entre fragmentos, era una sola frase sorprendente de única belleza.

La repitieron una y otra vez; una y otra vez; una y otra vez, ungidos de una emoción que los transportaba a un deleite glorioso. Y siguieron por horas y horas, en éxtasis furibundo de los ejecutantes. La música subía y zigzagueaba por el cielo, bajaba y entraba, como una intrusa mágica, en cada casa, en cada calle, en los campos, en las montañas, en el mar. Cubría los árboles, chisporroteaba en las hogueras, se suspendía en las gotas de lluvia, danzaba en el vapor de las ollas, se metía bajo las sábanas, rebotaba en los espejos; saturando el aire, inquietando, sacudiendo, inspirando; hasta que en la humanidad despertó una idea.

Se había puesto en marcha el conjuro para la nueva era.

 

Cora Frerking, Escobar – Buenos Aires

Volver con el viento - Osvaldo Reyes

Mención de Honor

El zonda agobiaba la tarde. Los árboles pretenden detener su resentimiento de tierra que flota en el aire. Los perros ladran sin apartarse de la sombra del alero. El hombre se mueve con un andar pausado, tedioso, mediante pasos lerdos, como si el temor le suplicase no llegar. Trae el saco echado sobre uno de sus hombros y flojo el nudo de la corbata para darle alivio al respirar agitado de su pecho. Del cabello revuelto, le cae un mechón blanco sobre los ojos. La mirada muestra un cansancio de siglos que agobia sus ojos grises, parece que hubiesen llorado desde mucho tiempo atrás.

Al llegar al patio, el perro negro echado a los pies de la vieja pareció rememorar algo, pero sin gañir, ni siquiera mover la cola, levantó sus huesos avejentados y se perdió por entre la viña. El hombre salvó el escalón de la galería y se detuvo ante la mujer que parecía dormitar un sueño de nunca concluir. Saludó con aire extenuado y no advirtió que le respondiesen. Sin embargo, dejó el saco sobre el respaldar de una silla, se secó el sudor de la frente y como si traspusiese una barrera invisible, comenzó a hablar.

Hace mil años que falto de este lugar. Por aquel entonces creí ser todo un macho porque replicaba las indicaciones de mi padre, y si la raya del pantalón no quedaba bien planchada era una sarta de insultos a mi madre. Salía de la cama cuando él regresaba de su faena en el viñedo; si la comida no era de mi agrado, tiraba el plato contra la pared y me iba de la cocina dando un portazo. Por las noches, con el fin de esquivar la ronda policial, me adentraba en los cerros para tirar los dados con un grupo de amigos. El juego me exigía dinero y mis posibilidades de tenerlo eran remotas. Allí, en aquella cerrillada, comenzaron mis deudas y todos sabíamos que eran sagradas. Una tarde me hallé solo en la casa, entré en el dormitorio de mis padres y hurgué los escasos muebles hasta que encontré el sobre para pagar el fichaje de la cosecha; no dudé ni un instante, más esa fue la noche de la mala racha y perdí todo el dinero que llevaba. Al volver malhumorado, mi madre me reprochó por el daño; sin que alcanzase a dar comienzo a uno de sus sermones le propiné una bofetada que tumbó su frágil cuerpo sobre el piso enlucido de la galería. Por aquel entonces, de puro guapo no más, solía andar con un cuchillo en la cintura. Cuando mi padre observó la escena, intentó pegarme, pero fui más ligero y lo ensarté en medio del pecho. Salí huyendo y después nunca más supe, o quizás no pretendí saber, qué fue de mis viejos. Comencé a rodar los caminos y para mantener mi fama, andaba armado con un revólver. No me faltaron entreveros y el alcohol ayudó a sostener mis afanes de hombre reñidor. Pasado el tiempo, por culpa de unas polleras, despené a un fulano que pesaba en la política. Ya en la cárcel endurecí aún más mis ardores y en uno de los tantos motines del presidio di muerte al jefe de los guardianes. Me juzgaron, me sentenciaron, me torturaron y también vejaron. La vida siguió inexorable su ciclo y mi cuerpo fue cediendo al paso de los años. Mi cabello emblanqueció y mi alma quedó vacía. Era un hueco tan hondo que únicamente podía llenar ese tremendo agujero con el recuerdo del amor de mi madre. Un día me soltaron y con las chirolas que me dieron, tomé un tren para volver a lo que una vez fuera mi querencia.

El hombre tenía seca la garganta, pero aún deseaba continuar hablando. Lamentarse por los años perdidos, por su vida de andariego, su irresponsabilidad ante el amor, su desapego a los afectos. Cuántas veces pretendió volver a ser niño, juguetear entre los surcos y patear los terrones mugrosos, hundir sus pies desnudos en el canal cuando los turnos de regadío, espantar los pájaros que revoloteaban sobre los pintones racimos, correr a los chocos con sus alpargatas en el aire para que no se comiesen las uvas tintas que reventaban entre las hojas de parra.

Quiso pedir un vaso de agua. La inmóvil mujer parecía haber escuchado toda su inmensa confidencia, pero no hizo ningún ademán ni gesto de compasión. El hombre no pudo más. Abrió sus brazos y se hincó de rodillas ante la anciana. Intentó ceñir a la enjuta mujer en busca de un consuelo piadoso. El abrazo se perdió en el aire apretado sobre un sillón de mimbre carcomido por el tiempo. Tan sólo en la tarde el silbo del zonda oyó el sollozo de perdón que aquel hombre imploraba a su madre.

 

Osvaldo F. Reyes, San José – Mendoza

Constanza - Nicolás Lasaigues

Mención de Honor

Al entrar en la habitación lo vio. Inmóvil. A lo sumo un leve vaivén causado por la brisa que entraba por la ventana abierta.

Constanza se quedo en el umbral de la puerta mirándolo fijamente, notó que la cara mostraba un leve color azulado y los labios estaban de un color oscuro e intenso, pero eso fue todo.

Lentamente, intentando hacer el menor ruido posible, camino pegada a la pared. No podía quitar los ojos de su padre. Finalmente llego al otro extremo de la habitación y cerro la ventana.

La soga emitió un leve crujido de tensión.

Volvió a la puerta de la misma forma y la cerró.

Ahora cenaba sola en el gran comedor, ni se molestaba en prender las luces, ¿Para que? A la noche lavaba sus vestidos y los colgaba sobre la tina del baño. Después subía las escaleras intentando no pisar el sexto y el décimo escalón, que crujen, no sea cosa que moleste a su padre mientras descansa. Acomodaba la ropa sobre la silla del gran espejo y se acostaba desnuda bajo la gruesa manta.

Como todas las noches, lloraba hasta quedarse dormida.

Constanza tuvo un amor, hace muchos años ya. Él, por razones que ella desconoce o prefirió olvidar, tuvo que marcharse. En un principio llegaba una carta todas las semanas, pero eso duro sólo unos meses. Luego, se fueron espaciando cada vez mas, hasta que finalmente llegó el día en que dejaron de aparecer cartas bajo el gran portón de entrada. Constanza tenía todas las cartas en una vieja caja de zapatos guardada en su placard, aunque jamás había abierto ninguna. Las miraba y, en la mayoría de los casos, emitía un leve suspiro mientras una tímida sonrisa aparecía en su boca, pero eso es todo.

Por las mañanas, al levantarse, se ponía rápidamente la ropa porque el frío del suelo la estremecía. Luego se peinaba tranquilamente en plena oscuridad: Mantenía siempre cerradas las persianas, la luz ya le molestaba en cualquier momento del día. Bajaba al comedor evitando pisar el décimo y el sexto escalón. En la sartén tostaba un poco de pan y lo untaba con una crema a base de manteca que preparaba todos los domingos. Generalmente después iba al sótano y se acurrucaba en un rincón a escuchar la vida moverse por las paredes de la casa.

Le gustaba bañarse, llenar la tina hasta el borde y sumergirse. Se quedaba hasta que el agua se enfriara lo suficiente para morarle los labios. Eso siempre le hacía recordar a su padre.

Su padre... jamás había vuelto a abrir la puerta de su cuarto. Pasaba por delante a diario, sí, porque estaba en mitad del pasillo y necesariamente debía pasar por allí. Se limitaba a pegar la oreja a la madera e intentaba escuchar algún ruido. Pero eso era todo.

Un día, pensando en las trivialidades que cualquier jovencita normal suele pensar, se dio cuenta de que no recordaba el sonido de su propia voz. Intentó decir algo, pero había olvidado como hacerlo. Jamás volvió a pensar en ello.

En las noches de luna nueva, cuando el cielo estaba cerrado, le gustaba salir a su jardín, cuidar un poco de sus flores. Las regaba y olía sus exquisitos aromas. Para poder hacerlo mejor, se había acostumbrado a caminar en cuatro patas por el jardín, intentando mantener el torso lo mas próximo al suelo como le fuera posible. Muchas noches continuaba con esa costumbre dentro de la casa, el olor a la madera siempre la había fascinado.

Una tarde, después de un relajante baño, al pasar por la puerta de la habitación de su padre, puso el oído contra la madera como acostumbraba. Escucho un el leve ruido proveniente del otro lado.

Sacó la llave del bolsillo de su vestido y la introdujo lentamente en la cerradura. Sólo emitió un leve chasquido al girarla completamente dos vueltas. Con movimientos lentos, viró el picaporte.

Su padre seguía ahí, en la misma posición que la última vez que lo vio. Pero había algo nuevo en la habitación. A ella se le iluminaron los ojos y en su boca se formo una gran sonrisa.

Al lado de su padre había otra soga colgando y, debajo de ésta, la silla del escritorio de la habitación. Constanza no pudo contener su alegría y aplaudió excitada.

Se subió a la silla y paso la soga por su cuello de la misma forma en que la tenía colocada su padre.

Con un leve empujón, dejo caer la silla al suelo.

Y eso fue todo.

 

Nicolás Federico Lisaigues, Ciudad Autónoma de Buenos Aires