SADE Villa María

12 octubre 2006

Chancleta rubia - Carlos Alberto Fernández

Segundo Premio

—¡Justamente una chancleta! —El gallego desayunaba el mismo lamento, todos los días —. ¿Cómo hacemos, ahora?

Mariela ya no se ofendía, no mucho. Don José vivía preocupado por su hija. Sólo él sabe lo que le costó hacer y cuidar ese bar, el “Brisas Gallegas”, en los alrededores de La Recoleta, cerca de la vía y los ranchos. Vida dura, la de don José. Las historias de guapos lo ignoran, pero hay coraje, decisión y algo de suerte en el orden que logra imponer entre borrachos, rateros o simples desahuciados. Sin armas (a veces, bueno, una botella, pero vacía), con la sola ayuda de su físico rotundo, cuadrado, sus puños como adoquines, su irreductible voluntad de defender su lugar. Pero ya está viejo, con esfuerzo termina la cazuela con garbanzos, cantimpalo, porotos y mondongo, que le regresa a las brisas de su hogar natal. Mariela se desliza entre las mesas, espléndida en sus veinte años rubios, su optimismo ágil. Se defiende, esquiva o castiga, se hace respetar.

—Tenés que casarte. Después me enterrás, yo tranquilo —machacaba el padre. Pero no se veía a nadie con agallas para hacerse cargo. Mariela despreciaba a las aves de presa, listas para picar y volar lejos de las responsabilidades y peligros que se evidenciaban diariamente. Tenía la sangre voluntariosa y temeraria de su padre, no la conformaba menos.

Cuando llegó el momento, despidió a su padre, se arremangó, agachó la cabeza y arremetió. Estaba echa de madera dura, no le iban a ganar.

Los primeros días transcurrieron normalmente, normalmente violentos; los desórdenes, las pendencias y las borracheras no superaron el promedio.

—Si buscás macho, avisame —le dijeron, entre otras cosas. —No me traigas al tuyo, yo busco sola —respondió, sin interrumpir el servicio. Las risotadas la vitalizaron. Ese era su ambiente, allí nació y creció. Era mujer, así. Pero la noche del sábado llegó al bar un grupo no conocido. Eran Morales y su corte de chupamedias y sanguijuelas libando de la fama circunstancial de un guapo hoy notorio. Comieron, bebieron, chuparon todo. Festejaban algo, el motivo era seguramente suficiente. Morales cada tanto la miraba, silencioso. Ya avanzada la noche se fueron retirando, de a poco. Al fin quedaron Morales y dos o tres más. Uno se acercó a Mariela, que hacía un rato esperaba, firme.

—Contá que estuvieron “Telaraña” Gómez, Morales y su gente —le dijo—. Te va a dar fama.

—¿Y la cuenta? —Mariela, inocente, todavía preguntaba. —Gracias por el regalo —“Telaraña” y los otros sonreían. Morales miraba—. Guardate la propina —agregó, acercándole un billete.

—No se van hasta que me paguen —exclamó ella, ya en ebullición.

“Telaraña” asomó un cuchillo. —Eso es todo. Si querés, te marco el importe, para recuerdo.

—Recuerdo las pelotas —Gritó Mariela, en genuino porteño. Se agachó, como para esquivar un puntazo, y se enderezó con la chancleta en la mano. Digamos que “Telaraña” no se lo esperaba, que tardó en reaccionar. O que a Mariela la adrenalina la hizo volar. Pero el primer chancletazo dejó la cara del otro hecha fuego; los siguientes lo hicieron aullar, suplicar, arrastrarse aterrorizado. Los demás no se salvaron; todos ardieron bajo el vendaval huracanado de la galleguita.

—Por favor, no les pegue más —Morales le habló, prudente–. Se lo merecen, pero ya con primeros auxilios no les alcanza. Yo le pago y le agradezco la noche, con el show incluido.

Mariela, levantó las sillas, enderezó las mesas, dio un puntapié a un fugitivo lento, verificó el pago de Morales y lo acompaño a la puerta, despidiéndolo con un “gracias, vuelva cuando quiera”.

Cerró el boliche, acarició el retrato del viejo don José que colgaba detrás del mostrador, y se sentó en cualquier silla, acercando una botella sobrante de la reunión. Descansó, satisfecha.

Morales quiso volver, ya a los pocos días. Y volvió seguido, ya siempre sólo, en la mesa del rincón, que parecía alquilada; nadie la ocupaba al caer la noche. No le hablaba mucho, no la perseguía, pero la miraba de un modo que ya nadie lo recordaba guapo frío y letal. No hubo más disturbios, en el bar. La perspectiva de una alianza de cuchillo y chancleta amainaban a cualquier díscolo.

Y sí. Un día Mariela comenzó a sentarse en la mesa reservada. Un día Morales comenzó a visitarla en la casa, detrás del bar. Un día hicieron pareja. Don José durmió en paz. No le molestó que a “Brisas Gallegas” la comenzaran a llamar “Chancleta Rubia”.

 

Carlos Alberto Fernández, Ciudad Autónoma de Buenos Aires