SADE Villa María

12 octubre 2006

Constanza - Nicolás Lasaigues

Mención de Honor

Al entrar en la habitación lo vio. Inmóvil. A lo sumo un leve vaivén causado por la brisa que entraba por la ventana abierta.

Constanza se quedo en el umbral de la puerta mirándolo fijamente, notó que la cara mostraba un leve color azulado y los labios estaban de un color oscuro e intenso, pero eso fue todo.

Lentamente, intentando hacer el menor ruido posible, camino pegada a la pared. No podía quitar los ojos de su padre. Finalmente llego al otro extremo de la habitación y cerro la ventana.

La soga emitió un leve crujido de tensión.

Volvió a la puerta de la misma forma y la cerró.

Ahora cenaba sola en el gran comedor, ni se molestaba en prender las luces, ¿Para que? A la noche lavaba sus vestidos y los colgaba sobre la tina del baño. Después subía las escaleras intentando no pisar el sexto y el décimo escalón, que crujen, no sea cosa que moleste a su padre mientras descansa. Acomodaba la ropa sobre la silla del gran espejo y se acostaba desnuda bajo la gruesa manta.

Como todas las noches, lloraba hasta quedarse dormida.

Constanza tuvo un amor, hace muchos años ya. Él, por razones que ella desconoce o prefirió olvidar, tuvo que marcharse. En un principio llegaba una carta todas las semanas, pero eso duro sólo unos meses. Luego, se fueron espaciando cada vez mas, hasta que finalmente llegó el día en que dejaron de aparecer cartas bajo el gran portón de entrada. Constanza tenía todas las cartas en una vieja caja de zapatos guardada en su placard, aunque jamás había abierto ninguna. Las miraba y, en la mayoría de los casos, emitía un leve suspiro mientras una tímida sonrisa aparecía en su boca, pero eso es todo.

Por las mañanas, al levantarse, se ponía rápidamente la ropa porque el frío del suelo la estremecía. Luego se peinaba tranquilamente en plena oscuridad: Mantenía siempre cerradas las persianas, la luz ya le molestaba en cualquier momento del día. Bajaba al comedor evitando pisar el décimo y el sexto escalón. En la sartén tostaba un poco de pan y lo untaba con una crema a base de manteca que preparaba todos los domingos. Generalmente después iba al sótano y se acurrucaba en un rincón a escuchar la vida moverse por las paredes de la casa.

Le gustaba bañarse, llenar la tina hasta el borde y sumergirse. Se quedaba hasta que el agua se enfriara lo suficiente para morarle los labios. Eso siempre le hacía recordar a su padre.

Su padre... jamás había vuelto a abrir la puerta de su cuarto. Pasaba por delante a diario, sí, porque estaba en mitad del pasillo y necesariamente debía pasar por allí. Se limitaba a pegar la oreja a la madera e intentaba escuchar algún ruido. Pero eso era todo.

Un día, pensando en las trivialidades que cualquier jovencita normal suele pensar, se dio cuenta de que no recordaba el sonido de su propia voz. Intentó decir algo, pero había olvidado como hacerlo. Jamás volvió a pensar en ello.

En las noches de luna nueva, cuando el cielo estaba cerrado, le gustaba salir a su jardín, cuidar un poco de sus flores. Las regaba y olía sus exquisitos aromas. Para poder hacerlo mejor, se había acostumbrado a caminar en cuatro patas por el jardín, intentando mantener el torso lo mas próximo al suelo como le fuera posible. Muchas noches continuaba con esa costumbre dentro de la casa, el olor a la madera siempre la había fascinado.

Una tarde, después de un relajante baño, al pasar por la puerta de la habitación de su padre, puso el oído contra la madera como acostumbraba. Escucho un el leve ruido proveniente del otro lado.

Sacó la llave del bolsillo de su vestido y la introdujo lentamente en la cerradura. Sólo emitió un leve chasquido al girarla completamente dos vueltas. Con movimientos lentos, viró el picaporte.

Su padre seguía ahí, en la misma posición que la última vez que lo vio. Pero había algo nuevo en la habitación. A ella se le iluminaron los ojos y en su boca se formo una gran sonrisa.

Al lado de su padre había otra soga colgando y, debajo de ésta, la silla del escritorio de la habitación. Constanza no pudo contener su alegría y aplaudió excitada.

Se subió a la silla y paso la soga por su cuello de la misma forma en que la tenía colocada su padre.

Con un leve empujón, dejo caer la silla al suelo.

Y eso fue todo.

 

Nicolás Federico Lisaigues, Ciudad Autónoma de Buenos Aires