SADE Villa María

09 octubre 2006

El salto - Mariela Alejandra Gómez

Mención de Honor

La ciudad iluminada resplandece como un espejismo en las pupilas de la noche.

La madrugada inminente apagará con rocío, las llagas de fuego que enero ha grabado sobre la urbe meridional.

Camina. Las calles se han poblado de moradores oscuros.

Un narco ofrece su mercancía oculto en el pasaje umbroso, ese que suele llenarse de alborotados adolescentes y que, curiosamente, jamás visita la policía.

De un extravagante automóvil desciende un grupo de niñas prostitutas. Trabajan al final de la peatonal, extraña paradoja, justo frente a la mejor juguetería de la metrópoli.

Un ejército de mendigos y cartoneros comienza su ronda. La legión se sustenta con desperdicio ajeno.

En el viejo banco de la plazoleta, ese hueco olvidado de la urbanización moderna, un chiquillo sucio y harapiento se quedó dormido. Ha dejado su sueño a merced de los depravados.

Aquí y allá, mutilados, traficantes, andrajosos, drogadictos, marginados, abusadores, desamparados, rateros... paria. La hueste de Hades se multiplica al amparo de las sombras.

Camina. Cerbero la vigila celosamente.

En un año ella ha aprendido a recorre con ojos secos las orillas del horror.

La espera en el vestíbulo del edificio. Por enésima vez contempla su reloj. Tiene la impaciencia del verdugo.

¾ Ya llegará. – Repite. Recuerda cuando la conoció: veintiuno de septiembre del ’89... Una fiesta en la estancia de amigos en común. Tenía diecisiete años. Casi un ángel. Los presentaron. Todo se había desenvuelto muy fácilmente. La buscaba. Generaba coincidencias. Se preocupaba por conocer sus gustos y satisfacerlos. Él era experto en “decir” lo que ella quería “escuchar”. Con paciencia fue tejiendo redes. Logró aislarla.

Sutil y afanosamente llegó a convertirse en su cosmografía. Después, tiempo después, también fue su pesadilla.

La vio llegar. Cruzaba la calle con pasos lentos. Parecía levitar sobre el vaho del asfalto.

É abrió la pesada puerta de cristal y ella ingresó sin mirarlo, hundiendo los tacos de sus sandalias en la mullida alfombra del lobby. La tomó con fiereza del antebrazo y la arrastró hasta el ascensor. Con su mano libre digitó el piso de destino mientras sus otros dedos seguían atormentando la carne blanda. Ella necesitaba saber que los descuidos se pagan.

La observó. Su alma era invulnerable. Sufría las flagelaciones con estoicismo. El dolor y la humillación no pudieron mancillar su nobleza. No supo imponerle odio a su voluntad.

Él debió amarla... Pero llegó tarde... muy tarde... como ahora... la castigaría.

Ya estaban en la terraza. Buscó su mirada y la encontró, parda mansedumbre donde le gustaba espejarse. Un deseo voraz incendió su cuerpo. El instinto primitivo de las fieras.

¾ No voy a llorar – pensó ella, y la luna reía despiadada sobre el lomo de una nube gris.

¾

Cerró los ojos. Conocía la secuencia.

Seguramente le arrancaría el vestido e incineraría la piel desnuda con caricias impúdicas. (Como aquella primera vez, cuando presa del pánico opuso resistencia y la doblegó con un golpe en el abdomen desprevenido). Luego, susurrando letanías flasfemas, reduciría al cordero para el sacrificio letal. Un sucio animal atacaría su cuerpo con violencia, introduciendo las aterradoras fauces para saciar con sus vísceras el apetito atroz. La cruel alimaña satisfecha llamaría al resto de la jauría y aplacarían su lujuria con los despojos de su ser, en una orgía interminable. Sólo entonces partirían dejándola herida de muerte y la repugnante certeza de un próximo encuentro. Y ella no podría hacer nada para evitarlo. Los espíritus del Hades aprenden rápido a ocultar su origen subterráneo. Ninguna de sus víctimas se sometería a un peritaje forense, un ultraje similar al padecido pero judicialmente acordado.

Papá y mamá comenzaban a sospechar. Pero preferían ignorar la verdad. La vejez los había situado en algún lugar remoto. Debía velar por ellos. Recompensar su abnegación.

Abrió los párpados dolorosamente, agotada por el esfuerzo de contener las lágrimas.

Cerbero vigilaba regocijándose en el tormento.

La ropa formaba un charco bajo sus pies. El verdugo la palpaba ansioso. Desprendiéndose le sonrió. Caminó hasta la cornisa. Él la miró sorprendido. Expectante.

¾ Será agradable una variante en el rito – murmuró, convencido de su rol ejecutor.

Lo instaba a unírsele en forma sugestiva. Urgido por el deseo, corrió a su encuentro y, con un impulso apenas controlado, subió al borde de la edificación. Justo en ese instante ella descendió revelando la grieta en la moldura. (La había descubierto la semana anterior, mientras vaciaba su estómago agitado por las náuseas, después que la obligara a beber del cáliz de su virilidad).

La estrecha faja de cemento no aguantó el peso superior del hombre. Un ruido sordo anunció el desenlace.

En la milésima fracción anterior a la caída, sus miradas se cruzaron. Sonrieron.

Un salto. Sólo eso.

Se vistió sin prisa. Con la misma calma abandonó el edificio, mientras un grupo de gente se amontonaba en la vereda y se oía cada vez más fuerte el ulular de la sirena.

Camina. Cerbero parte derrotado. La luna menguante lo escolta al entierro.

En el viejo banco de la plazoleta, ese hueco olvidado de la urbanización moderna, un chiquillo sucio y harapiento se despierta. Ha conseguido salvar su inocencia una noche más.

El sol nace gigante en el oriente ribereño. Ella sigue el sendero de su resplandor. Las heridas que tiene cicatrizarán con luz.

En el periódico, letras renegridas proclaman un titular:

OTRA VÍCTIMA MÁS DE LA CRISIS SOCIAL:

JOVEN SE SUICIDA SALTANDO AL VACÍO DESDE UNA CORNISA

 

Mariela Alejandra Gómez, San Francisco -  Córdoba