SADE Villa María

09 octubre 2006

No me busquen, no estoy - Rubén Vigo

Mención de Honor del Concurso Primo Beletti 2006

El tiempo se había esfumado, lo de su hija fue un abandono mucho antes de lo imaginado y esa mañana presintió algo, y ese algo llegó por debajo de la puerta como un dardo blanco, el sobre se deslizó haciendo dibujos sobre el piso antes de quedar frente a sus pies, el remitente mostraba una dirección de Argentina y en la estampilla la imagen de San Martín confirmaba. Lo observó sin gestos, como la llegada de alguien desconocido. Habían transcurrido veinte inviernos desde aquella huida, su hija Ana tenía por aquellos tiempos cuatro años. Recordó su imagen durmiendo, el beso que le dio en la frente sin valentía, despidiéndose. Jamás hubiera resistido sus ojitos adheridos al recuerdo, sólo así, en ese engaño de saludo inconcluso pudo emprender el abandono.

Con Clara tuvieron una sola hija y no quisieron incursionar en mayores desatinos, sabían desde el primer día que el fracaso era el objetivo de ambos. Unirse para derrotar a la soledad no era confiable y el principio de todo iba a ser un fin imposible, la felicidad.

Anita había vivido esos cuatro años entre los gritos, el desconsuelo y las dudas. Si hay algo que nunca había entendido es porque no la querían, dónde podía amarrar sus caricias y sus besos sino era en esos puertos paternos que se desplazaban en un laberinto oscuro.

Por aquellos días Carlos quería derrotar al dolor, a su dolor, así fue que el alcohol terminó siendo una necesidad diaria, una irritación con horizontes de golpes. Pero antes que sucediera lo peor había que tomar una decisión y por eso se fue, se alejó para siempre.

Ahora la carta estaba allí, justo frente a sus pies, demoledora, trayendo alguna noticia. Inmediatamente recordó la muerte de Clara ya hacía cinco años, Clara, su ex mujer, cuando se enteró estaba hojeando un diario Los Andes que trajo un mendocino que andaba de viaje, las necrológicas siempre se encargan de colocar las realidades en su justo lugar, al leerlas ya nadie puede excusarse de no saber, elocuente y escueta decía:

– Agradece su hija Ana los saludos de..., nunca supo el motivo de la muerte de Clara, tampoco le causó dolor. Sólo permanecía un recuerdo de ella en el tiempo y la distancia, como un comentario sobre alguien que alguna vez conoció.

Se agachó y tomó la carta, la sentía helada, venía plagada del Invierno madrileño, sus manos le temblaban y sudó nervioso. Se aproximó a la luz de la repisa y con el cuchillo de cocina la abrió con sumo cuidado, como si fuera a herir a Anita por error. Imaginó al abrirlo que un aroma de azares ocuparía el pequeño departamento y expulsaría el humo y las bocinas de la ciudad. Enseguida reconoció la letra que tenía un asombroso parecido a la suya, la sintió más cerca, sabía que la podía reconocer de cualquier forma, por su voz, por su mirada, por su respiración. En tantos años nunca quiso comunicarle donde estaba, nunca pidió su foto, su sensación de huida era completa y así quiso que se mantuviera, inalterable. Ahora el sobre estaba allí, quería huir de las líneas escritas por ella, de la tinta y las huellas que dejaron sus manos desde otro punto del planeta. Anita había conseguido su dirección por Gustavo, el único amigo que aún tenía desde aquellos años en Argentina, con él se carteaba alguna que otra vez. Ahora su cueva en el universo había sido violada, ya no podía detener el reencuentro. La carta terminaba – te quiero, necesito verte, necesitamos verte –. La carta le avisaba que había tenido una hija, sí, ahora tenía una nieta que respiraba en este mundo, en el mismo de él y querían venir las dos a Madrid, querían conocerlo, abrazarlo, besarlo. Tenían como objetivo recuperar el tiempo perdido, pero el tiempo había pasado y los años no valían para él, su soledad era elegida y quedaba grabado en su recuerdo ese último beso que le dio en la frente aquella noche, necesitaba mantenerlo así, como algo definitivo. Se aproximó al ventanal, la ciudad parpadeaba de luces, miró más allá de los edificios y cruzó el océano con pensamientos, imaginó a su nieta, sintió cerca a Anita, estaba a un paso del beso y de oprimirla contra el pecho, luego, la noche lo vio volar sobre Madrid repleto de papeles, sin esperanza, huyendo definitivamente, como siempre quiso.

 

 

Rubén Vigo, Mendoza