SADE Villa María

12 octubre 2006

El otro lado del nogal - Liliana Chávez

Primera Mención Especial

Había pasado noches enteras sentada en la cama, aquejada por una tos perruna y con casi cuarenta grados de fiebre. Cuando los medicamentos hicieron efecto, dormí tan profundamente que no escuché ni las corridas ni los gritos que provocó el incendio en el granero.

La nana me contó cómo los peones, junto a mi padre, trataron en vano de apagar el fuego. Con la sequía, el arroyo era un hilo delgado del que no pudieron abastecerse y la cisterna, a la mitad, no fue suficiente para llenar las cubetas y poner a salvo, al menos, los sacos con la cosecha.

Se me prohibió salir de la casa hasta después del mediodía. Todavía no estás bien y sólo estorbarías, dijo la nana mientras mamá, pañuelo en mano, no hacía más que llorar, repitiendo que el banco no contemplaría lo ocurrido y por consiguiente, aquello era el acabose.

Me hinqué sobre una silla para observar desde la ventana lo que ocurría. Evaristo, todavía con hollín en la cara, vendaba la pata de una yegua y Amanda, su mujer, recogía, azuzando con ambas manos, unas ponedoras que, asustadas, se desplazaban de un lado a otro. Camilo, mi hermano de catorce, amontonaba junto a los bebederos, restos de herramientas y elementos de labranza.

Mi padre, que momentos antes había visto sentado en un fardo de alfalfa con la cabeza entre las manos, se encaminaba hacia la loma, con un lazo sobre el hombro. Siempre que algo surgía, Jacinta, la única vaca lechera que teníamos, desorientada, terminaba en el corral vecino. Había que ir a buscarla, enlazarla y, un poco más tarde, traerla a rastras.

Me desesperaba no tener desde allí la visión adecuada. Pero fue suficiente que Camilo entrara a la casa y comentara que el fuego había alcanzado también algunos árboles para que ya nadie pudiera retenerme y evitar que saliera corriendo a constatar si el viejo nogal había sobrevivido.

Dejala, dijo mi madre a la nana, al ver que Anunciación me mantenía sujeta del pollerín. Es imposible con esa niña.

Encontré el árbol sin una sola hoja, un esqueleto gris de ramas mutiladas, adormecido en una cortina de humo que no terminaba de esfumarse. Impaciente, busqué con la mirada; allí estaba mi columpio, milagrosamente intacto.

Subí y comencé a balancearme. Piernas estiradas hacia delante, luego con fuerza hacia atrás y en segundos la hamaca se elevó altísimo, permitiéndome ver, más allá del granero en ruinas, las otras casas de la colina, las montañas verdes, los tramos lilas y amarillos de flores silvestres.

Podía observar casi todo desde ese lugar; las cosas y las personas se percibían mucho más pequeñas de lo que en realidad eran.

La humareda se fue disipando. Mamá, los peones y hasta la nana, con lo pesada que era, corrían hacia donde yo estaba, seguramente temiendo que, con tanto vaivén, la rama se quebrara y terminara cayendo de bruces al suelo. Pero pasaron delante de mí como si no me hubieran visto.

Hice que mis pies dejaran de impulsar la hamaca. El movimiento no me permitía volver la cabeza hacia el otro extremo del árbol donde se habían detenido para, entre todos, bajar el cuerpo que, amoratado, pendía de una cuerda, la misma que mi padre llevaba sobre el hombro para atrapar a Jacinta.

Y el columpio, que tardaba en parar, se detuvo para siempre.

 

Liliana Chávez, Córdoba