SADE Villa María

12 octubre 2006

Volver con el viento - Osvaldo Reyes

Mención de Honor

El zonda agobiaba la tarde. Los árboles pretenden detener su resentimiento de tierra que flota en el aire. Los perros ladran sin apartarse de la sombra del alero. El hombre se mueve con un andar pausado, tedioso, mediante pasos lerdos, como si el temor le suplicase no llegar. Trae el saco echado sobre uno de sus hombros y flojo el nudo de la corbata para darle alivio al respirar agitado de su pecho. Del cabello revuelto, le cae un mechón blanco sobre los ojos. La mirada muestra un cansancio de siglos que agobia sus ojos grises, parece que hubiesen llorado desde mucho tiempo atrás.

Al llegar al patio, el perro negro echado a los pies de la vieja pareció rememorar algo, pero sin gañir, ni siquiera mover la cola, levantó sus huesos avejentados y se perdió por entre la viña. El hombre salvó el escalón de la galería y se detuvo ante la mujer que parecía dormitar un sueño de nunca concluir. Saludó con aire extenuado y no advirtió que le respondiesen. Sin embargo, dejó el saco sobre el respaldar de una silla, se secó el sudor de la frente y como si traspusiese una barrera invisible, comenzó a hablar.

Hace mil años que falto de este lugar. Por aquel entonces creí ser todo un macho porque replicaba las indicaciones de mi padre, y si la raya del pantalón no quedaba bien planchada era una sarta de insultos a mi madre. Salía de la cama cuando él regresaba de su faena en el viñedo; si la comida no era de mi agrado, tiraba el plato contra la pared y me iba de la cocina dando un portazo. Por las noches, con el fin de esquivar la ronda policial, me adentraba en los cerros para tirar los dados con un grupo de amigos. El juego me exigía dinero y mis posibilidades de tenerlo eran remotas. Allí, en aquella cerrillada, comenzaron mis deudas y todos sabíamos que eran sagradas. Una tarde me hallé solo en la casa, entré en el dormitorio de mis padres y hurgué los escasos muebles hasta que encontré el sobre para pagar el fichaje de la cosecha; no dudé ni un instante, más esa fue la noche de la mala racha y perdí todo el dinero que llevaba. Al volver malhumorado, mi madre me reprochó por el daño; sin que alcanzase a dar comienzo a uno de sus sermones le propiné una bofetada que tumbó su frágil cuerpo sobre el piso enlucido de la galería. Por aquel entonces, de puro guapo no más, solía andar con un cuchillo en la cintura. Cuando mi padre observó la escena, intentó pegarme, pero fui más ligero y lo ensarté en medio del pecho. Salí huyendo y después nunca más supe, o quizás no pretendí saber, qué fue de mis viejos. Comencé a rodar los caminos y para mantener mi fama, andaba armado con un revólver. No me faltaron entreveros y el alcohol ayudó a sostener mis afanes de hombre reñidor. Pasado el tiempo, por culpa de unas polleras, despené a un fulano que pesaba en la política. Ya en la cárcel endurecí aún más mis ardores y en uno de los tantos motines del presidio di muerte al jefe de los guardianes. Me juzgaron, me sentenciaron, me torturaron y también vejaron. La vida siguió inexorable su ciclo y mi cuerpo fue cediendo al paso de los años. Mi cabello emblanqueció y mi alma quedó vacía. Era un hueco tan hondo que únicamente podía llenar ese tremendo agujero con el recuerdo del amor de mi madre. Un día me soltaron y con las chirolas que me dieron, tomé un tren para volver a lo que una vez fuera mi querencia.

El hombre tenía seca la garganta, pero aún deseaba continuar hablando. Lamentarse por los años perdidos, por su vida de andariego, su irresponsabilidad ante el amor, su desapego a los afectos. Cuántas veces pretendió volver a ser niño, juguetear entre los surcos y patear los terrones mugrosos, hundir sus pies desnudos en el canal cuando los turnos de regadío, espantar los pájaros que revoloteaban sobre los pintones racimos, correr a los chocos con sus alpargatas en el aire para que no se comiesen las uvas tintas que reventaban entre las hojas de parra.

Quiso pedir un vaso de agua. La inmóvil mujer parecía haber escuchado toda su inmensa confidencia, pero no hizo ningún ademán ni gesto de compasión. El hombre no pudo más. Abrió sus brazos y se hincó de rodillas ante la anciana. Intentó ceñir a la enjuta mujer en busca de un consuelo piadoso. El abrazo se perdió en el aire apretado sobre un sillón de mimbre carcomido por el tiempo. Tan sólo en la tarde el silbo del zonda oyó el sollozo de perdón que aquel hombre imploraba a su madre.

 

Osvaldo F. Reyes, San José – Mendoza