SADE Villa María

12 octubre 2006

La libreta azul - María Alvarez

Mención de Honor

Llegó pasada la medianoche. Detuvo su automóvil frente a la casona, que aún conservaba su reinado, en medio de lo que fuera un hermoso parque.

Dejó las luces encendidas y respiró hondo. Un relámpago puso luz en el lugar y un ruido extraño le provocó miedo. Vacilante tomó el volante, dispuesta a marcharse, pero el motivo de su regreso después de tanto tiempo, le dio valor para quedarse.

Buscó la linterna, las viejas llaves, la maleta y asegurándose que el revolver pequeño permanecía en el bolsillo de su abrigo, se encaminó falsamente decidida hacia la entrada

Del llavero pendían tres llaves. Al azar colocó una en la cerradura, pero no era la correcta

Sus dedos torpes, la cambiaron por otra y esta sin demasiado esfuerzo, giró. Empujó con temor, pensando equivocada, que un movimiento brusco podría causar un derrumbe.

Iluminó el interior con su linterna, sin alejarse del dintel. Todo estaba en orden.

Los sillones, mesas y sillas, los cuadros, los adornos y las arañas cubiertas con telas, que le daban al salón un aspecto fantasmal. A un costado, hacia su derecha la escalera de mármol, que ella recordaba tan bien. Arriba, las puertas de las habitaciones continuaban abiertas, pero no la del escritorio del abuelo. A su izquierda divisó la arcada hacia la cocina. En ese momento la lluvia furiosa, golpeaba la casa. Alumbró cada rincón, comprobando que nada había cambiado. La larga mesa y los bancos de madera, en el centro, los cacharros colgados de la barra de bronce y el horno grande, parecían intactos.

Volvió al salón. Los candelabros sostenían las velas apenas consumidas. Las encendió, una a una, con cautela.

Se sentía exhausta. Destapó el sillón más grande y quedó sorprendida, ya que estaba increíblemente limpio, como si tan solo ayer, las mágicas manos de la abuela, lo hubiesen fregado. Se acostó sin desvestirse y mantuvo su mano cerca del arma.

Despertó solo cuando la claridad, a pesar de los tupidos cortinados, se filtraba traviesa.

Los recuerdos la asaltaban, apoyados ahora, por la realidad del ambiente. Se fue incorporando poco a poco, tratando de no perder detalles. Se admiraba de su memoria

Era increíble que hubiese atesorado, los pocos años que allí vivió.

La foto sobre la chimenea... los abuelos y ella, en el parque jugando felices, ya no estaba.

Fueron aquellos primeros años de su vida, realmente dichosos.

Al pie de la escalera, sintió una sensación muy rara. Debía subir. Fue contando los escalones, como cuando era niña. Corrió la puerta, segura que esa había sido la habitación de los abuelos. A no ser por el polvo acumulado y las telarañas, podría decirse que el tiempo fue respetuoso con el moblaje.

Salteó el escritorio. Una lágrima o una sonrisa acompañaban su inspección. Se tomó los minutos necesarios para no dejar nada sin revisar. No halló nada de lo que buscaba.

Primero empujó la puerta, luego hizo girar el picaporte y hasta apoyó su cuerpo con fuerza, pero esta parecía sellada al marco.

Turbada, bajó corriendo y se dirigió a la cocina, en busca de algún elemento que le ayudara a romper el cerrojo.

Fue recién entonces, cuando reparó en esa otra salida que comunicaba con el parque. Le sedujo la idea de dar un paseo, pero comprobó que también estaba cerrada con llave.

Como si recibiera un mensaje del más allá, caminó hasta el salón y recogió el llavero.

Subió de inmediato y eligiendo la que correspondía, pasó al escritorio.

Apartó las cortinas y abrió las ventanas. El sol invadió el recinto. Tironeó de la punta de los paños y dejó todo al descubierto. Sintió, en el medio de su pecho un dolor agudo, al quedar frente al retrato del abuelo, que posaba aún joven, luciendo su uniforme impecable y sus ojos claros, que ella siempre envidió. Supo que ahí encontraría lo que necesitaba. Se sentó en el sillón de cuero y uno a uno fue abriendo y examinando los cajones. Papeles, fotos de los bisabuelos o de los abuelos, pero ninguna del resto de la familia. Leyó atentamente documentos, anotaciones y cartas.

Habían pasado varias horas, su cuerpo entumecido y su estomago le reclamaban atención.

La ansiedad la obligaba a continuar. Transcurrieron varias horas más. Agotada y de mal humor, cerró con un fuerte golpe el último cajón, dispuesta a claudicar.

El roce de algo que cae, detrás del mueble la alertó. Se hincó y pudo distinguir en el fondo, algo que sobresalía. Estiró la mano y con delicadeza, lo extrajo. Aunque ya desteñidas, las tapas azules de la libreta del abuelo, le dieron la pauta de que hallaría información.

Entornó los ojos y se volvió a ver, con su camisón que le llegaba hasta los pies, golpeando la puerta del escritorio, para darle al abuelo el beso de las buenas noches. Siempre él, con su libreta azul, escribiendo.

Temblando, se acomodó junto al ventanal y comenzó a leer. Por momentos su respiración se agitaba y el llanto la obligaba a detener la lectura. La penumbra se apoderaba del lugar, cuando concluyó la última página. Con la libreta bien sujeta, se puso de pié y lentamente bajó. Recogió sus pertenencias y dando un portazo, abandonó la casona, segura que jamás volvería.

Puso el auto en marcha y a toda velocidad partió hacia el encuentro de su verdadera identidad.

María Alvarez, Ciudad Autónoma de Buenos Aires